En la voz de Juanlu Fernández se escucha el acento de Jerez y la cadencia de un cocinero que lleva más de dos décadas entre fogones. Nació en 1984, comenzó en la panadería de su tío y pronto pasó a una pastelería artesanal.
A los 18 años se unió al equipo de Martín Berasategui en Lasarte, en donde aprendió disciplina y técnica, y más tarde trabajó junto con Ángel León en Aponiente. Esa ruta lo llevó a abrir Lú, Cocina y Alma, el restaurante que puso a su ciudad natal en el mapa de la alta cocina y que hoy tiene dos estrellas Michelin. Su relación con Ecuador no es reciente.
“He ido ya como cinco veces, a Quito, a Guayaquil, a Galápagos. El país me parece una maravilla como país y como gastronomía. Tenéis una oferta increíble y hay que trabajar para que el mundo lo conozca”, dice.
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Entre los recuerdos que guarda menciona una plantación de cacao visitada en Guayaquil y un atún encebollado que probó en una hueca: “Eso quedó para siempre en el recuerdo”. A sus 41 años habla con serenidad de lo que define su cocina: “vanguardia de retaguardia”.
Lo explica como un ejercicio de memoria y respeto. “Miramos al pasado con respeto y reinterpretamos el recetario de nuestras abuelas con las técnicas actuales. Es como coger un plato tradicional y vestirlo de gala, representarlo de una manera personal respetando los sabores de siempre”.
Cuando se le pregunta por un ingrediente esencial prefiere no escoger uno solo. Su respuesta se orienta al calendario natural: “El atún de almadraba en mayo, las setas en otoño, la trufa negra en invierno. Cada estación trae su magia. Aquí tenemos estaciones que marcan el calendario culinario, al igual que ustedes en Ecuador tienen una despensa inmensa gracias a su clima”.
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La conversación gira hacia el futuro de la gastronomía ecuatoriana. Fernández lo resume como: “Los cocineros no tienen que salirse de su espacio. Hay que cocinar Ecuador, las recetas de Ecuador. El mundo desconoce que tenéis las mejores frutas, el mejor cacao y un ecosistema único en Galápagos. Lo que tenemos que hacer los cocineros es no cocinar foie ni caviar, sino el producto de nuestra tierra”.
Consultado sobre la discusión en redes acerca del “mejor desayuno del mundo”, responde sin rodeos: “El mejor desayuno siempre será el que te haya hecho tu madre alguna vez. Para mí, una tostada con aceite de oliva y jamón de mi abuela. Para ti puede ser una arepa. Es cuestión de emoción y memoria”.
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Más allá de reconocimientos y jurados, él se describe como alguien cercano: “Así como estoy hablando contigo, así soy yo. Que me vean feliz, porque voy a ser el tío más feliz del mundo contando nuestra historia para ese público tan maravilloso que tenéis en Ecuador”.
Su regreso no es únicamente el de un chef premiado, es también el de alguien que ha sabido reconocer la fuerza de los sabores locales, que guarda en su memoria el cacao, las frutas y las huecas y que insiste en que la cocina se sostiene en raíces y en territorio. (I)