Después de su triunfo en el Festival de Venecia, Fue la mano de Dios ha llegado a Netflix, que se ha convertido en la marquesina de cine más pluralista de todas las plataformas del streaming. Y bienvenida sea: dudo que esta visión autobiográfica de Paolo Sorrentino, el más importante de los realizadores contemporáneos, especialmente por esa obra maestra que fue La grande bellezza y otras más, llegue a salas locales (lo digo con humildad, solo es lo que pienso).
Esta vez el realizador hace una mirada retrospectiva en Nápoles, su ciudad natal, en 1984, el año en que Diego Maradona estaba a punto de incorporarse al Napoli, un evento esperado por los ciudadanos como la llegada del Mesías.
A sus lánguidos 16 años, Fabié (Filippo Scotti) vive en medio de una familia que pareciera disfuncional, pero que en la mirada de Sorrentino es más carnavalesca que grotesca, a pesar de momentos de inusitada violencia y maltratos. Hay un humor brutal que desenmascara secretos terribles, incluyendo la infidelidad de su padre (Tony Servillo), la esquizofrenia de su muy sexy tía Patrizia (Luisa Ranieri) y otros parientes borrascosos; nada de esto detiene el jolgorio en las reuniones hogareñas, donde insultos y vejámenes son bromas y jugarretas desenfrenadas.
Por encima de todo están los sueños de Fabié de ser director de cine, compartiendo el dormitorio con su hermano mayor (Marlon Jaubert), quien quiere ser actor. Fue la mano de Dios no se conecta solamente a esas búsquedas juveniles, porque así se refiere Fabié a su otra pasión: el fútbol y Maradona, quien al marcar sus primeros goles en el Napoli salva la vida de Fabié en la enorme tragedia que sacude la trama en la mitad de la película.
“La realidad es malísima”, dijo Fellini alguna vez, recuerda Fabié, como la base que lo mueve a seguir sus sueños en Roma, porque “nosotros podemos crear nuestra propia realidad”. Él acompaña a su hermano a una audición con el famoso director, con un triste resultado. La película no se separa del rostro de Fabié ni de la bella Nápoles, especialmente cuando es observada desde el mar. Pero en el fondo hay la desesperanzada educación sentimental —y vocacional— de un ser humano.
Sorrentino nos habla con su corazón y desde allí saldrá su verdadera realidad, después de esta melancólica y muy personal evocación de la formación creativa de un artista. (O)