Parece un pacto de silencio, aunque en realidad nunca nos hayamos puesto de acuerdo en callar. La normalizada y convencional idea de maternidad, expuesta en redes sociales o difundida en publicidades, suele ser una tierna postal de un recién nacido junto a una madre sonriente, desbordada de felicidad, con los ojos llenos de ilusión y algo de rubor en el rostro para que el cansancio y las ojeras no la empañen.

Y aunque -sin duda- esa sea una de las imágenes más hermosas que vivimos como mamás, la maternidad tiene muchísimos otros retratos que no contamos, no mostramos y vivimos en soledad: el del agotamiento físico y mental (no volvemos a dormir la misma cantidad de horas ni de la misma forma); el de los miedos profundos y disímiles (nunca nos preocupó tanto una respiración entrecortada o la punta de una mesa de comedor); el de los dolores extremos y desconocidos (contracciones que te dejan sin aliento, una piel estirada al límite o atravesada en siete capas por un bisturí); el de las frustraciones que terminan en lágrimas (la lactancia es dura, no siempre fluye, cuesta calmar llantos y enfrentar berrinches); el de la culpa constante (¿estuvo bien que me fuera de viaje sin mis hijos? ¡No tendría que haber gritado!).

Hay momentos en que la maternidad se siente como vivir en el castillo de Disney, y otros, como estar en uno de los bosques oscuros de sus cuentos sin una brújula. Se tenía que decir y se dijo, ¡y está perfecto! Eso es lo cotidiano, es parte de este camino que viene sin mapa ni GPS y que tenemos que construir a prueba y error. Lo que no es perfecto es que idealicemos solo uno o nos empantanemos en el otro.

Por eso nace esta columna, como un espacio para hacer catarsis sin miedo al señalamiento, para poner en el tapete aquello que como madres nos atraviesa a diario, sin pensar que por eso somos buenas o malas, mejores o peores. Somos madres en la forma en que podemos o en la que mejor nos sale y no callarlo está buenísimo porque también es parte de la postal. (O)