Con un once titular que le ha costado 500 millones de euros, en su casa en Stamford Bridge, contra el Burnley, el penúltimo de la clasificación, incluso con superioridad numérica durante toda la segunda parte y el final de la primera, el Chelsea tampoco fue capaz de quedarse con el triunfo, nivelado dos veces por su rival (2-2), cuando jugaba con diez por una expulsión en un inexistente penalti al borde del descanso.

El Chelsea quedó en evidencia. Un equipo imprevisible. Nada nuevo en sus últimos tiempos, dentro de la montaña rusa por la que se mueve en este curso. A ratos, se divierte. Otros, se asusta. Demasiados, genera pánico en sí mismo. Es un conjunto a una distancia sideral de lo que debe ser, de la inversión que ha hecho, de su historia reciente y de sus metas objetivas.

Ni Moisés Caicedo ni Enzo Fernández ni Nico Jackson ni Mudryk... Sólo Cole Palmer. Una individualidad dentro de un colectivo. El Chelsea transmite un aspecto desfigurado. No es fiable. Un problema tremendo en un equipo en rehabilitación, que aún se tambalea y sufre el desplome sufrido la pasada temporada, que no encuentra el remedio. Pochettino fue la solución a la que recurrió el pasado verano. Ocho meses después, la realidad devora a un equipo en plazas menores, undécimo en la tabla, con dos triunfos en las últimas siete citas.

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Europa es una misión imposible. Está a 16 puntos. No sólo por la distancia, sino también por su propio rendimiento. El Burnley, el penúltimo de la ‘Premier League’ inglesa, lo puso en evidencia unas cuantas veces en su duelo en Stamford Bridge. Al inicio, cuando en los primeros ocho minutos le ganó cada lance. Y después, por momentos, cuando lo empató en inferioridad numérica, por una expulsión que no debió ser de Assignon en el minuto 44.

Su intervención ante Mudryk no fue penalti. En la época del VAR, el simple contacto es suficiente para no rectificar nada. En el fútbol real, la mano de Assingnon sobre el hombro del extremo ucraniano (en el mismo nivel o peor que su equipo) no pareció nada más que un lance. Sin más. Para el árbitro, fue pena máxima y doble amarilla. Una decisión discutida que originó la expulsión de Kompany, el técnico visitante, y la incredulidad de Assignon.

Ni siquiera eso le bastó al Chelsea. Anotado el penalti con sutileza, a lo panenka, por Cole Palmer, el único jugador de todos los ‘blues’ a la altura de las expectativas, al borde del descanso y estrellado unas cuantas veces ante el portero Muric antes (también Petrovic salvó algún gol en el otro área), el equipo londinense expuso su momento de vulnerabilidad.

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Iniciada la segunda parte, con diez hombres el Burnley por la citada expulsión, Cullen conectó una volea con la derecha desde el borde del área para empatar el choque, inalcanzable para Petrovic, que después voló, ya con el 1-1 en el marcador, para contener la amenaza del 1-2 en el cabezazo de Foster que ya provocó más que murmullos en la grada.

Después sí, la ofensiva del Chelsea creció. Un asedio a oscuras. No vislumbró bien el pase, no precisó bien en los metros finales y, cuando lo hizo, remató mal. Es otro de los problemas que reducen al conjunto londinense, sin la pegada de los grandes equipos con los que quiere compararse y reencontrarse cuanto antes, pero que, realmente, están muy lejos.

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Pero tiene a Palmer y a Sterling. El segundo, entrado al campo en el minuto 73, desbordó con su taconazo para conectar con el líder del Chelsea, fichado este verano al Manchester City, que alojó su zurdazo dentro de la portería del Burnley (2-1, m. 78).

¿La sentencia? Para nada. La autodestrucción del equipo ‘blue’ fue aún más allá: tres minutos después, en un saque de esquina, O’Shea empató entre el desajuste total de la defensa local y la endeblez de las manos de Petrovic. El 2-2. A nadie le extrañó. Es el actual Chelsea. Un desastre. Atrás y arriba. El fallo del cabezazo de Sterling fue la confirmación. Y no perdió por el larguero, que escupió el remate de Jay Rodríguez en el minuto 88. (D)