Su gloria comienza ahora. El hombre bueno y sencillo, el representante de los pobres, los oprimidos, los dolientes, los inmigrantes y los discriminados será un ícono mundial en las décadas que vienen como ya lo son sus compatriotas Maradona, Messi o el Che Guevara. Prestigió a la Iglesia católica, la acercó derribando el muro de solemnidad, de inaccesibilidad, de acartonamiento, de cierta soberbia cardenalicia sin reprender a nadie, ofreciendo a todos su mano, su sonrisa diáfana, su palabra sabia, el ejemplo de su modestia. La Iglesia debiera poner en una vitrina del Vaticano sus famosos zapatos negros gastados en las calles de Buenos Aires que siguió usando siendo ya el Santo Padre “porque estaban buenos”. No solo el catolicismo derrama lágrimas por él, la humanidad entera saluda su paso a la eternidad. Incluso judíos y musulmanes y de otras creencias se unieron en el pesar por su adiós. Francisco es la imagen del ciudadano de a pie que alcanza la cima más alta sin perder su esencia (“Tan bueno que no parece argentino”, dirán millones en América Latina).