Descarriló la flema británica, se fue al pasto. Al demonio con la prolijidad, la imagen, el decoro y el elegante “producto Premier League”. La emoción no tiene nacionalidad. Y no se puede encorsetar. Menos si se trata de fútbol. Pero no le pueden echar la culpa a nadie, ellos lo inventaron. Demarai Gray lanzó un preciso -y precioso- centro desde la derecha, Calvert-Lewin literalmente voló para conectarlo y, de cabeza, mandó la pelota a la red. De perder por 2-0 con el Crystal Palace, el Everton pasaba a ganar 3-2 y el estadio, que ya era una olla a presión desde antes del inicio, virtualmente explotó. Las viejas entrañas de Goodison Park, que están ahí firmes desde 1892, temblaron con el peso, los saltos y la furia de 39.000 enloquecidos, desaforados hinchas azules. Pero aguantaron. No había concluido el partido, faltaban aún cinco minutos y el descuento, sin embargo, presas de un desahogo casi feroz, los aficionados presionaban para saltar el campo y los controles de seguridad de camperas amarillas se vieron desbordados por tanto frenesí. En el griterío y el desbande, algunas docenas de fans se colaron en el campo para ir a abrazar a sus jugadores, una escena inusual en una competencia modélica y glamorosa, cuidada como patrimonio nacional. No obstante, no hubo ni un atisbo de violencia, fue todo alegría. El éxtasis no conoce reglas.