Quien asiste a presenciar el Clásico del Astillero debe estar convencido de que no necesariamente va a ser espectador del mejor partido del campeonato por su nivel futbolístico. Aunque los dos equipos prometan aquello, sus directores técnicos se convierten en cientistas de una estrategia que desaparecerá en el mismo instante que el árbitro suene su silbato. Ni tampoco son elemento diferencial para crear supremacía el puntaje de la tabla de posiciones o el favoritismo con que la prensa especula y elabora sus conclusiones.

Barcelona y Emelec, con el pasar de los años, fueron creando esa rivalidad necesaria, nacida muchas veces por las diferencias sociales y, otras, por esa indispensable confrontación lúdica y sensible que requieren las comunidades, en ocasiones por placer o voluntad a ser diverso o por obtener el poder catártico, que es capaz de liberar tensiones sociales y económicas.

Estos clubes nacidos en el Astillero entre 1925 y 1929, y que caminaron su ruta por las mismas calles para ir conquistando puerta a puerta el cariño popular, terminaron por sendas distintas. Por una, los cholos, los descamisados, los necesitados; y por la otra, los refinados, los diferentes, los que adoptaron el apodo de millonarios. Esta diversidad propició, sin lugar a dudas, lo que comenzó a denominarse en 1948, por obra y gracia de la inspiración de la redacción deportiva de Diario EL UNIVERSO, “el Clásico del Astillero, el enfrentamiento de las dos cartas más bravas del fútbol porteño”. Así nació lo que hoy es un patrimonio cultural de la ciudad.

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Barcelona y Emelec chocaron el miércoles por campeonato nacional. Foto: Ronald Cedeño

El Clásico que se jugó el miércoles pasado mostró que las raíces de estas confrontaciones son tan fuertes que nos han permitido distinguir un partido deplorable, lleno de violencia e interrupciones que desdibujaron la razón de un encuentro de fútbol. Sus actores, entiéndase jugadores y cuerpo técnico, pensando en conseguir como sea el resultado, irrespetaron a los millones de seguidores que merecían un juego digno y recíproco. Pocos duelos en la historia del Clásico se pueden comparar con lo ofrecido recientemente. Durante los 45 minutos iniciales, tiempo que se puede calificar como un verdadero concierto de patadas, y un complemento de muy poco futbolísticamente, Ismael Rescalvo se encargó de auspiciar el inmovilismo táctico de Jorge Célico. El gol de otro partido por su ejecución, el de Michael Carcelén, estabilizó emocionalmente los intereses de Barcelona.

‘¿Superación táctica de Emelec? Yo no la vi’, dice Jorge Célico, DT de Barcelona SC, tras el Clásico del Astillero

Posiblemente el aficionado identificado con sus colores predilectos prefiera la excitación, el entusiasmo y hasta el consuelo de no haber perdido el partido antes que recordarlo como uno de los peores clásicos del Astillero de la historia. Al final, estos duelos tienen un sentimiento con pasión propia. No requiere de ciencia que lo exponga, tampoco de mayores explicaciones tácticas. Son lo que son, porque la historia les dio licencia para justificar todo.

Así como el último Clásico puede ser clasificado como uno de los más criticados, por el nivel futbolístico, también los años nos ofrecen la posibilidad de recordar grandes ediciones que quedan para siempre como las mejores. Hoy me quiero trasladar al campeonato nacional de 1963 y un partido que le permitió a Barcelona obtener su segunda corona.

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Por primera vez en torneo nacional

El torneo de 1963 trajo consigo particularidades dignas de recordar. Era la primera oportunidad que otras provincias se incorporaban a la disputa: Manabí, con River Plate y Estibadores Navales de Manta; y Tungurahua, con la presencia de Macará de Ambato. También ese año se permitió que se enfrentaran equipos de la misma ciudad, algo que no era posible en los campeonatos anteriores. Este certamen se enriqueció porque por primera vez en torneos nacionales se enfrentaron Emelec y Barcelona en dos ocasiones.

Al que me quiero referir es al celebrado en el estadio Modelo Guayaquil el 26 de enero de 1964 y que definía al campeón de la temporada de 1963, año que la afición disfrutó mucho fútbol. A principios de campaña llegó el River argentino con grandes jugadores, como el insigne goleador Luis Artime y el famoso arquero Amadeo Carrizo. También llegó el Botafogo de Garrincha. Nuestra selección nacional hizo un gran papel en el Sudamericano de Bolivia, en que quedó goleador el artillero Carlos Alberto Raffo. Luego, el torneo ecuatoriano, donde el fútbol del Guayas demostró el dominio y la superioridad que tenía a nivel nacional. El año 1963 es inolvidable para Barcelona, porque además consiguió de forma invicta el acreditado Campeonato de Guayaquil.

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Emelec, ese mismo año, tenía un equipo fantástico dirigido por el gran Fernando Paternoster. En sus filas contaba con el mundialista arquero paraguayo Ramón Maggereger, y sumó a los argentinos Henry Magri y Horacio Reymundo. Acompañando estaban jugadores de la talla de José Vicente Balseca, Jorge Bolaños, Raffo, Enrique Raymondi Contreras, entre otros.

Las razones por las que lo considero el mejor Clásico que pude presenciar en mi vida tiene explicación lógica. También Barcelona tenía un gran equipo en que sobresalían Helinho, llamado el Pez Volador por su gran elasticidad; uno de los mejores delanteros que ha llegado al país, Helio Cruz; acompañando, el Diablo Tiriza, y ni hablar de la famosa defensa: Alfonso Quijano, Vicente Lecaro, Miguel Bustamante y Luciano Macías.

Este recordado Barcelona en ese campeonato logró golear 5-0 al Deportivo Quito en el estadio Atahualpa, con tres goles magistrales de Tiriza que provocaron la indignación del equipo rival y una gresca en que tuvo que intervenir la Policía Nacional, que, en vez de custodiar a los guayaquileños, parecían hinchas del equipo chulla. Cuando llegó el último partido, Barcelona tenía cuatro victorias y Emelec, tres. El que ganaba se llevaba el título, mientras que el empate beneficiaba a Barcelona, porque conseguía imponerse en puntaje.

El partido fue calificado por el periodismo como intenso, de alto nivel futbolístico, con grandes protagonistas, como fueron tanto el arquero Helinho y Manolo Ordeñana, el buen golero ecuatoriano de Emelec.

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El encuentro se desarrolló a las 11:00 con un público cercano a los 53.000 espectadores que colmaron el estadio dos horas antes. El sol era inclemente, propio de la temporada invernal guayaquileña. El árbitro fue el mejor de Sudamérica por esos días, el chileno Carlos Robles, que tuvo una brillante actuación. El partido se inició con un Barcelona muy ofensivo. Una tapada espectacular de Ordeñana bloqueó un cabezazo fuerte de Helio Cruz. El elenco canario era el dominador del partido, pero el segundo tiempo fue azul. El ingreso de Carlos Pineda junto a Magri permitió que Emelec se adueñara del medio campo. Al sumarse Clemente de la Torre obligó a que el DT Gradym incluyera un defensa más (Dick Torres), pero también envió al delantero Félix Lasso. El duelo se volvió un toma y daca, ante el aplauso del público presente. Helinho se convirtió en el héroe, tapando dos claras opciones de Raffo y Raymondi.

Se agotaban los minutos y se acababa una función inolvidable. Cualquiera merecía el título. Este empate favoreció a Barcelona, pero la lección sobre lo que es jugar un Clásico del Astillero se quedó para siempre.

El 26 de enero de 1964 Barcelona se coronó campeón nacional de 1963. Tiriza levanta el trofeo y atrás el DT Gradym, su compatriota brasileño, es abrazado. Foto: Archivo

Aunque no es comparable en nada con lo que sucedió el último miércoles, en lo más profundo del sentimiento quedó claro que el Clásico del Astillero no se ha construido por el marketing ni el costumbrismo. Barcelona-Emelec será por siempre el partido inigualable, sin comparaciones, el único, el de mayor rating, el que lo comentan todos en las reuniones políticas, en las sociales y, en especial, en la esquina del barrio. Es ahí donde se sacan las mejores conclusiones. (O)