Benito Mussolini fue fusilado junto a su compañera, Clara Petacci, por tropas de la resistencia, el 28 de abril de 1945. Fue descubierto cuando intentaba huir, disfrazado de oficial alemán, de las tropas aliadas que habían liberado a Italia de la abominable alianza entre fascistas y nazis. Así terminó sus días Il Duce, dictador que sembró de terror y sangre a toda Italia por las ambiciones descontroladas por dominar Europa.

En su afán de utilizar todos los medios a su alcance para controlar a las mayorías se involucró en el fútbol –aunque se conoce que no le atraía– para desde esa perspectiva demostrar el control absoluto sobre las necesidades y sueños populares. Él sabía que el fútbol era el pan de cada día de los italianos y habiendo conseguido la sede del segundo Mundial, para 1934, iba a utilizar toda la parafernalia que demostrara al mundo las ‘virtudes’ del régimen fascista.

La primera acción fue nombrar a Achille Starace, secretario general del Partido Nacional Fascista, como el presidente del Comité Organizador y al titular de la Federación Italiana de Fútbol, Giorgio Vaccaro, a quien Mussolini sentenció: “¡No sé cómo hará, pero Italia debe ganar la Copa”. Este le contestó: “Haremos todo lo posible”. Il Duce insistió: “¡No me ha comprendido bien. Italia debe ganar este Mundial, es una orden!”.

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La primera tarea fue nombrar al incondicional Vittorio Pozzo como DT de la selección Azurra, que pretextando que su equipo no tenía el nivel como otros combinados europeos, solicitó que a cuatro jugadores argentinos y a un brasileño se les otorgara la nacionalidad para que jugaran el Mundial.

Pero Il Duce no quería dejar ningún cabo suelto para lograr el objetivo y consiguió, por presiones ante las autoridades de la FIFA, que sea el organismo de arbitraje italiano el que designara los árbitros en la Copa del Mundo de 1934.

Se diseñó un sistema de campeonato por eliminación directa y en el día inaugural, el 27 de mayo de 1934, se jugaron los octavos de final, quedando así eliminados la mitad de los participantes. Como era de esperarse el anfitrión jugó el primer encuentro con uno de los equipos más débiles: Estados Unidos. Italia Goleó 7-1. En cuartos de final debía enfrentar a España. La clasificación italiana fue en dos partidos consecutivos (1-1 y luego victoria 1-0 en el desempate), jugados en el estadio de Florencia. Se comenta que siete españoles quedaron maltrechos por el nivel de violencia con que se jugó el primer compromiso ante la contemplación del árbitro belga Baert, ante los reclamos airados por parte de los españoles. El segundo partido, el de la clasificación, los italianos aprovecharon las bajas del rival, al que se obligó jugar al día siguiente y con otro árbitro. el suizo René Mercet. El duelo lo ganó el local, ante la protesta nuevamente de los españoles por el arbitraje parcializado.

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La propia Federación Suiza descalificó de por vida al árbitro por su vergonzosa actuación. Existen versiones comprobadas de que el juez helvético vivió perseguido por la vergüenza al conocerse, después de unos meses, que el general fascista Giorgio Vaccaro lo había amenazado de muerte y además Mercet fue gratificado como reconocimiento a su desempeño.

El dictador Mussolini se había dado cuenta de que la efervescencia de su pueblo crecía cada vez más con los triunfos de la Azzurra y la semifinal era el juego clave, nada menos que con la poderosa Austria, que tenía entre sus filas al genial Matthías Sindelar, apodado el Mozart del fútbol.

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Al dictador se le ocurrió que el mismo día de esa semifinal todos los regimientos militares acantonados en Roma salieran a desfilar, aprovechando la presencia de turistas de toda Europa que asistían al Mundial. La prensa destacó que más de 20.000 soldados desfilaron ante la presencia del rey Víctor Manuel III y toda su familia, y por supuesto Mussolini que en su discurso de rigor no solo recordó el aniversario del reino de Italia, sino que obligó al DT del equipo nacional a que estuviera en el desfile en compañía de toda la selección. La historia cuenta que habiendo conocido Il Duce de la poca disposición de Pozzo en llevar a su equipo a la ceremonia, Mussolini, en su estilo, lo encaró públicamente: “Señor Pozzo, usted es el responsable de la alegría de este pueblo, pero si es de la tristeza, que Dios lo ayude por su fracaso”.

Se comenta que cuando terminó su discurso al pueblo que repletaba la plaza, el dictador le hizo la seña reconocida de degollamiento, al pasarse su mano derecha por la garganta, y obligó a que ese día Italia no jugara con la camiseta azul sino negra, que correspondía a su movimiento los Camisas negras, y los futbolistas fueron obligados a saludar al palco con el brazo extendido, que era el saludo tradicional fascista.

La prensa deportiva general reconoció que aunque el árbitro sueco Eklind estaba predispuesto a colaborar con la causa fascista, Italia ganó bien a la poderosa Austria 1-0, clasificando así a la final con Checoslovaquia, que había derrotado a Alemania 3-1.

Roma era el centro de atención por la finalísima a jugarse en el Estadio del Partido Nacional Fascista, con capacidad para 55.000 espectadores. Ese 10 de junio de 1934 toda la burocracia y con la presencia de Il Duce encabezando la delegación, llegó al estadio siendo ovacionado, mientras tanto el resto de Italia estaba preparada para seguir las incidencias por la Radio Nazionale. Se comenta que la noche anterior Mussolini hizo detener a la comitiva para ingresar al hotel donde se alojaba el juez Eklind. Lo hizo ir a una cena para que el dictador le deseara personalmente la “mayor de la suerte” en la final. Luego desde el hall del mismo hotel, le hizo enviar un escueto telegrama al DT italiano Pozzo que decía: “Vencer o morir”.

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El partido de la final se desarrolló con una tensión que se reconocía en las acciones que presentaban los dos equipos. El partido terminó empatado a 1 y se debieron jugar 30 minutos más, hasta que sucedió una acción que llamó la atención, sobre todo, a la prensa extranjera. Ante un disparo débil del delantero italiano Angelo Schiavo al arquero checo Planicka cometió un error clamoroso y vio pasar la pelota al fondo de las mallas. De esta jugada particular cuenta el periodista argentino Alejandro Fabbri que Schiavo, el delantero que anotó el gol del triunfo para la squadra azzura, decidió después de un tiempo “no representar nunca más a su selección, desilusionado porque entendió lo que hizo Planicka y las amenazas a rivales y a jueces”.

Mientras tanto, el ambiente del estadio era un hervidero. Con gritos continuos los aficionados alentaban al equipo nacional. Gritaban el eslogan fascista “¡Bohia-Chi-Molla (traidor el que no lucha)!”, o ¡Italia Duce, forza Italia!”. Para completar la faena, Mussolini hizo que su equipo ganador posara con el gigantesco trofeo que él mandó a elaborar y al que llamó ‘La Copa del Duce”, que era seis veces más grande que la Copa de la FIFA. Como lo cuenta la historia, el sanguinario Mussolini quería un Mundial y lo ganó en 1934, por supuesto como consiguió todo en esa época de terror: con desparpajo, amenazas, coimas, bombas y sangre, alzó su Copa Mundial para satisfacer su inagotable delirio de poder.

Los cronistas deportivos actuales, conocedores de la historia del balompié italiano, rechazan los métodos utilizados por el fascismo en ese Mundial y concluyen que Italia tenía un equipo capaz de disputar el certamen y que no era necesario haberlo infectado y degradado como lo hizo el dictador.

En abril de 1945, cuando los miembros de la resistencia fusilan a Mussolini, llevan su cadáver como trofeo a la indignación. El cuerpo fue conducido a Milán en un camión y lo exhibieron en la Plaza Loreto, donde la policía y los partisanos lo colgaron cabeza abajo en una gasolinera, para el escarnio público. Así terminaron los últimos días del dictador que quiso ser campeón del mundo. (O)