Una de las características definitorias de la condición humana es la capacidad de razonar, sin embargo, a menudo lo que debería ser el diálogo o el debate político demuestra la renuncia, voluntaria o no, a hacer uso de esa capacidad y reemplazarla por insultos o la alusión a hechos que nada tienen que ver con el tema de que se trata. Así, lo que debería ser la presentación de argumentos y la exhibición de pruebas se convierte en la expresión de insultos de todo tipo. Y como insultar es “ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones”, no es extraño que el insultado responda de la misma manera.

Los insultos suelen ser de distinto tipo, los que aluden a la capacidad intelectual del oponente o a sus rasgos físicos, los que tienen connotaciones sexuales o discriminatorias, los que atacan a la familia o los que aluden a la honestidad. En cualquier caso, se pretende descalificar a la persona, quizás con la idea de que eso debilita sus aseveraciones, o se alude a hechos diferentes de lo tratado para desviar la atención hacia otro tema.

Mientras la ciudadanía espera argumentos que le permitan encontrar la verdad en asuntos que son de interés público o contrastar ideas diferentes para sacar sus propias conclusiones, escucha la denigración del otro, epítetos y calificativos que no aclaran dudas y que si lo pensamos bien son una demostración de que no se tienen razones, ni pruebas que mostrar, lo cual debería ser un indicio de por dónde va la realidad.

El insulto dificulta el diálogo, tan necesario para la construcción de la democracia, pues los insultados se sienten ofendidos y esa realidad es un obstáculo grande para que las partes acepten conversar sobre un tema que no solo es de interés común, sino que afecta a la colectividad. Se necesitaría la entereza de separar lo personal de la obligación de responder a las aspiraciones de la ciudadanía que deposita en ellos sus esperanzas y no siempre es fácil que esto ocurra.

Para los ciudadanos que tienen el hábito de analizar lo que oyen, el intercambio de insultos es desconcertante, pues es claro que quien recurre a la ofensa en lugar del argumento está demostrando, o que no los tiene, o que es incapaz de expresarlos, y cuando la actitud es la misma de ambos lados, el panorama es más devastador.

Es cierto que hay quienes recurren a buscar destruir y apabullar al opositor denigrándolo porque creen que eso es aprobado por el pueblo, lo cual demuestra un profundo menosprecio a ese pueblo cuya simpatía y adhesión buscan y pretenden conservar, porque aunque así fuera, el papel del líder es elevar el nivel de la participación política y no estimular lo que les impide a las personas convertirse en ciudadanos críticos para lo cual tienen capacidad suficiente que podrían utilizar si el entorno les ofreciera la oportunidad.

Algunos hechos y manifestaciones que se producen en los pueblos de nuestro continente parecen demostrar que los líderes han estimulado más la capacidad de reír y llorar que la de pensar.