He aprendido que la resignación existe. Es una actitud de sumisión, de conformismo, que va pegada al tedio tanto como el cebiche a la cebolla, el corazón al infarto, el fútbol a la pelota.

Cuando niño supe lo que era la resignación. Mi abuela apelaba a ella el instante en que, ante alguna adversidad, la atribuía a la voluntad de Dios. Impotente ante el desastre, repetía: “Resignación, mijito, resignación”. Después, ya sin Dios de por medio, la olvidé. No a mi abuela, sino a la resignación.

¿Cómo diablos he vuelto ahora a darme manos a boca con la resignación?, me pregunto. Y me contesto: manejando. Es decir, conduciendo el vehículo que todos los días utilizo para desplazarme desde mi casa, situada en el Valle de los Chillos, hasta el lugar de mi trabajo, un trecho que apenas alcanza quince, veinte kilómetros (cada mañana me propongo tomar la distancia exacta, pero la resignación aparece y digo, ¿para qué?, ¿qué gano con eso?, ¡mierda!).

Hace treinta y cinco años, es decir, más o menos en el paleolítico temprano de mi vida, ese mismo tramo lo recorría en veinte minutos. Después, en treinta. Luego, en cuarenta y cinco. Hasta que, desde hace unos años a esta parte (es decir, cuando los dinosaurios de mi juventud fueron sustituidos por el teléfono celular de mi vejez), recorro exactamente el mismo trayecto en una hora (cuando estoy de suerte) o en una hora y media (cuando la fortuna me da la espalda).

Es, obviamente, un trayecto desesperante, atosigante, desgastante, realizado a un ritmo tartamudo: hay que avanzar dos metros y enseguida detenerse y esperar, en medio de un horizonte de autos que buscan adelantar al de atrás, al de al lado, a como dé lugar. Y yo ahí, en el medio de una vía a la que llaman autopista, con peaje incluido, frenando mucho y acelerando apenas, tenso, nervioso, apocado.

Enciendo la radio. No, la radio está encendida apenas comienzo el viaje y, tal vez por deformación profesional, sintonizada en los programas de noticias, de entrevistas políticas, tratando de que aquello que escucho me calme, no me indigne, me distraiga, pero no tanto como para que me dé de frente contra el auto de adelante. Y mirando por el retrovisor, obviamente, por si las moscas…

Y así, una hora, una hora y media, al comenzar el día. Maldigo, claro que maldigo en silencio, aun sabiendo que esas maldiciones no sirven para nada. Lo único que sirve es la resignación. Resignación ante lo inevitable. Ante el dolor, la humillación del maltrato.

Reconozco que la resignación ha conseguido aplacarme: mi gastritis estaba derivando en úlcera, mi presión alta, en apoplejía. Y el sentimiento hacia mi ciudad –tan insólitamente bella, pero tan sucia, tan huérfana, tan dejada al olvido, tan sin veredas, tan llena de asaltantes– estaba inclinándose peligrosamente hacia el odio.

Ahora, con la presencia de la resignación, ya no. Pronto pueden ser dos horas lo que demore mi trayecto o, según van las cosas, tres. ¡Qué más da!

Quito tendrá nuevo aeropuerto. Quito tendrá Metro. Pero lo que más tiene son quiteños que, como yo, han aprendido a resignarse y, gracias a esa paz que da la resignación, a esa abulia, a esa mansedumbre de espíritu, a ese tedio, los quiteños llegaremos con vida para contemplar las monumentales obras que se inaugurarán apenas la revolución ciudadana cumpla los trescientos años que durará, según nos tienen prometido.