Mucho se habla hoy de la crisis de autoridad tanto en el interior de los hogares como en el ámbito social, civil y laboral.

En las familias puede generarse porque falta claridad de los jefes del hogar respecto del sentido propio de la autoridad y de cómo ejercerla adecuadamente. Además, la ausencia prolongada de alguno de los progenitores por migración o por las obligaciones del trabajo suele generar vacíos importantes en la disciplina, sin contar el desequilibrio que puede ocurrir cuando los hijos llegan a la adolescencia y rechazan por rebeldía la palabra misma: “autoridad”.

La autoridad de padre y madre es un derecho natural y civil que les confiere poder para dirigir a sus hijos. Según el diccionario de la RAE, es el poder que tiene una persona sobre otra.

Este poder no debe confundirse con fuerza, opresión, gritos, abuso, maltrato, violencia o con ganar; eso no es autoridad sino autoritarismo. Se obedece por temor, miedo y no por respeto. Los hijos crecen con rencores, aprenden a mentir y son débiles para tomar decisiones porque todo les fue impuesto.

Para ejercer bien la autoridad es necesario tener prestigio, lo cual significa ser respetable, bien considerado por su coherencia, capacidad de diálogo y buen vivir. Sin prestigio se cae en el autoritarismo y el abuso. Por eso, el primer deber de la autoridad es enseñar con el ejemplo: no exigir lo que ellos no cumplen… o al menos no darles mal ejemplo, porque entonces harán lo que ven y no lo que escuchan predicar.

La meta, en las familias, es la formación de personas a través de las normas, la obediencia y, a veces, castigos: consecuencias que no son un fin, sino un medio para criar seres humanos autónomos y capaces de buscar su propia felicidad.

Es malo también caer en el otro extremo: la sobreprotección. Los hijos crecerán sin saber qué es correcto y qué no. Pueden ser fácilmente manipulados por otros o convertirse en manipuladores, sin preparación para respetar las leyes de la sociedad.

En el ámbito social, la autoridad conferida por votación puede ser impuesta también por el miedo, por represiones o castigos que obligan a seguir mandatos justos o injustos, aunque quien ejerza ese poder haya perdido prestigio entre los ciudadanos y lo mantenga artificialmente a través de campañas publicitarias, por ejemplo.

La impunidad a nivel social constituye la forma mejor de propagar la corrupción, pues impide a muchos, distinguir entre lo correcto y lo delictivo. El autoritarismo en una sociedad democrática obstruye el desarrollo ciudadano y la transparencia…, suscita miedo a denunciar o simplemente expresar una opinión.

A veces nos engañamos al decidir a quién entregamos la autoridad y el poder de gobernar.

En la familia no hay opción de elegir o cambiar, salvo cuando se produce una denuncia por maltrato.

Quienes ejercen la autoridad en cualquier circunstancia deben asumirla como responsabilidad y servicio, no como privilegio para someter a otros.