Pese a los múltiples significados de la palabra leer –el DRAE incluye ocho–, lo usamos principalmente para el primero: “Pasar la vista por lo escrito y comprender los caracteres empleados”, es decir, desentrañar escritura. Y cuando figuran las palabras en cualquier representación visual detrás de ellas, en primera instancia, se va la mirada. De allí que la combinación de códigos, el visual y el lingüístico en la página quieta del cómic, ese tesoro que se creyó juvenil y que hoy es materia preferida de muchos adultos, exija la doble lectura.
 
Leer palabras y luego reparar en todo cuando aporta al sentido la graficación es la mecánica del cómic. Quienes contamos con una infancia nutrida de historietas sabemos cuánto les debemos a esas revistillas que nuestros padres pusieron en nuestras manos, tal vez sin reparar en qué vertientes neuronales estaban nutriendo. Alguna vez testimonié en este espacio cuánto de ese acervo guardo todavía en mis repisas y en mi psiquis.

Todo esto se me ha avivado por un regalo favorecedor de una buena amiga: la versión en cómic de Lágrimas en la lluvia, la última novela de Rosa Montero, versátil historia de ciencia ficción que he leído ya varias veces. Confrontar la novela gráfica de 193 páginas con la elocuente versión lingüística de 476 me resulta un excitante ejercicio de comparación y análisis.

En el prólogo de esta satinada edición de Planeta Deagostini –grupo dedicado al cómic en español y que triunfa con el hoy clamoroso The Walking Dead al que aquí tenemos acceso solo por la serie televisiva– la misma autora resalta sus cualidades. Quizás lo hace, me digo porque conozco su talante modesto, en razón de que han intervenido otros creadores, un guionista que redujo el caudal del argumento y, fundamentalmente, un ilustrador que le puso fisonomía a cada uno de los personajes.

Y en este traslado de la palabra a la imagen está la posibilidad de acierto o el escollo para el agudo lector, en el caso de los textos que no han nacido como cómics: ¿cómo renuncio a mi propia creación imaginativa para convertirla en una ajena? Igual ocurre con las películas, porque los filmes le han puesto rostro al Quijote, a Emma Bovary (el rostro anguloso de Isabelle Huppert, por ejemplo). Pero en el caso de los cómics, cuyos dibujos no son realistas, al menos en las opciones más contemporáneas, la estilización de rasgos, ese atisbo de caricatura que aflora detrás de la mayoría complica la compatibilidad.

Apunto hacia mi querida novela de Montero. Hacia una heroína concebida como un ser extraordinario –desde en sus ojos gatunos hasta en la estatura, desde en su abisal amargura hasta en su necesidad de amar–, reducida dentro de los exiguos cuadritos coloridos a unos cuantos rasgos demasiado obvios. A la más original mascota de la literatura –una especie de perrito y ornitorrinco parlante– pintada como un osezno de lomo puntiagudo. El cómic tiene otras cosas buenas: la capacidad de síntesis, las imágenes panorámicas –una auténtica cartografía de los planetas naturales y artificiales– que cierran subunidades; la misma fortaleza de significar en cuadros vacíos.

No se crea que menoscabo el género cómic, soy cultora vehemente de sus cualidades. Pero me quedo con mis propias ficciones, creadas al vuelo de las palabras de los autores.