El apresamiento de un hombre, ocurrido el 14 de Nisán (marzo-abril), según el calendario judío, del año 30 o 33 de esta era, fue el preludio de uno de los procesos más controvertidos que se recuerden.
El apresado fue sometido a la justicia, condenado a muerte y ejecutado. En el procesamiento, las autoridades abusaron de su poder, inobservaron el ordenamiento previsto en perjuicio del acusado, cambiaron las acusaciones y no demostraron razonablemente la culpabilidad.
Eso es lo que se ha dicho respecto del proceso a Jesús “el Nazareno”.
Al juicio antecedió una situación social caracterizada por la pobreza y sufrimientos de la población mayoritaria, además de las tensiones entre autoridades judías y romanas. Así el pueblo judío esperaba al Mesías. Explica el doctor Zavala Baquerizo (en El Proceso de Jerusalén, Ed. Edino) que se lo entendía como un heraldo “que anunciaría el próximo e inmediato Reino de Dios”, sugiriendo que si alguna persona se hacía llamar “Mesías”, no incurría en infracción.
Jesús fue juzgado en medio de irregularidades por el Gran Sanhedrín, el más alto tribunal de Justicia judío. Pero antes fue interrogado por alguien sin autoridad: Anás, ex Sumo Sacerdote. Su yerno Caifás lo había sucedido en ese cargo. Este mientras tanto, intentaba preparar las pruebas para juzgamiento y condena de Jesús.
Caifás instaló en su casa el Sanhedrín con el tribunal incompleto. Hizo comparecer testigos que se contradecían y evidenciaban falso testimonio. Interrogó al reo personalmente, al darse cuenta de que no lograba las pruebas para condenarlo. Por ello intentó sin resultado la autoinculpación de Jesús del delito de blasfemia o “falso profeta”, con preguntas como “Responde: ¿Eres tú el Mesías?” o “Dinos: ¿Tú eres el hijo de Dios?”.
En opinión de Ignacio Burgoa Orihuela, el Sanhedrín condenó a muerte a Jesús violando el principio de publicidad al juzgarlo en la casa de Caifás y no en el Gazith.
Para Burgoa Orihuela engrosaron las irregularidades: el juzgamiento nocturno; que se impidiera a Jesús presentar testigos en su defensa; que el tribunal aceptara los dichos de los testigos falsos del acusador. Es más, el Sanhedrín consintió que nuevos testigos falsos declaren contra el acusado, habiendo finalizado el procedimiento.
Tampoco se cumplió la revisión de la votación condenatoria, dentro de los tres días requeridos para pronunciarse la sentencia. Jesús no pudo presentar pruebas de descargo previo a ejecutársele la sentencia. Los testigos falsos debieron sufrir la misma pena que se aplicó a Jesús (de acuerdo al Derecho hebreo, debieron morir en la cruz).
Como la sentencia de muerte dada por el Sanhedrín no podía ejecutarse, hasta ser confirmada por Poncio Pilato y este rehusó ratificarla cuando advirtió que se originaba en un delito de naturaleza religiosa, los sacerdotes cambiaron la imputación de blasfemia por la de un delito político: el de sedición, presentando a Jesús como individuo peligroso para el Estado de Roma.
Así se juzgó a Jesús una segunda vez. Pilato lo interrogó por tres ocasiones, torturándolo en una de ellas sin obtener confesión. Igual lo condenó a morir crucificado. ¡En la actualidad –y en un Estado de Derecho–, ¡al menos la falta de motivación habría causado nulidad de la sentencia!









