En 1994 di testimonio de cuán buen efecto me hacía seguir la serie española Cuéntame como pasó. Hoy, cuando espero con devoción la entrega correspondiente, cada domingo, en esta, su decimotercera temporada, puedo afirmar que soy una Alcántara de corazón y estirpe. La historia de la familia de tal apellido que ha sido capaz de mantener al mundo espectador de su país y de muchos otros ámbitos, pendientes, durante lapso tan largo, es digna de tan fiel seguimiento.

Esa mirada retrospectiva, que arrancó en 1969 y ha recorrido once años en el tiempo de la ficción, es tan humana, múltiple e histórica que simultáneamente a que asistimos a los avatares de un núcleo familiar, nos asomamos al mundo español. Hemos visto crecer a los niños actores, madurar a las mujeres, envejecer a los hombres (hago diferencias por aquello del mayor retoque femenino), en paralelo al crecimiento de los personajes: la voz del narrador que responde a la demanda que todos hacemos con ese estentóreo “cuéntame”, es la de quien empezó como un niño de 9 años y en la adultez mira hacia atrás y narra un caudal de hechos.

Aprecio sobremanera un guión que dosifica todos los matices de las palabras de seres reales, convincentes, que asistieron a la quiebra del poder dictatorial y a la muerte de Franco, que estrenaron democracia, que pasaron por la experiencia de los abortos en Londres, por la libertad sexual, los derechos de la mujer. Antonio, Mercedes y sus hijos viven juntos el drama del que cae en las drogas, de la hija separada en un país que no tiene divorcio, del ascenso económico y su pronta caída. Mientras tanto, se atenta contra Carrero Blanco, se declara rey a Juan Carlos, gobierna un presidente.

La serie ha alcanzado muchos premios, pero su principal mérito es contar con un público adherente que sufre y goza con unos personajes que ha hecho propios. La abuela, por ejemplo, es la roca en que se afianzan unos valores tradicionales que pueden combinarse con las luces de la apertura. El hermano que fue capaz de obedecer su corazón y casarse con una mujer veinte y más años joven, pero que tres niñas más tarde, es golpeado por la tentación que lo hace adúltero. Los vecinos, el sacerdote de la parroquia, los amigos juveniles, todos se integran a un mosaico donde los problemas arrecian pero no destruyen, donde hay dolor sin el dramón del llanto desgarrado, donde la enfermedad asalta, pero no abate.

Comparto con muy pocas personas mi pasión por este producto español porque, para mi sorpresa es poco conocido en nuestro medio. Adeptos, como somos, a lo que viene de Estados Unidos, converso con muchas personas tan televidentes como yo, sobre las novedades de la Fox, de HBO o de Moviecity, pero casi nunca de Amar en los tiempos revueltos, Águila roja o Cuéntame cómo pasó, que provienen de TVE. Y no se trata de volcarse con dedicación absoluta a las mieles de la pantalla, que no hay vida que pueda hacerlo ni alma que lo resista. Solo abogo por ese encuentro, muchas veces fortuito, con una historia que nos atrape y en la que puedan encontrarse contenidos que nos enriquezcan. Y si vienen en el fuste de la lengua española –aunque nos arriesguemos a la abundosa blasfemia hispanohablante– qué mejor.