De un tiempo a esta parte el presidente ha ido cambiando el vocabulario de sus discursos, tanto por lo que dice como por lo que deja de decir, como también por los énfasis y las insistencias. Esto es más significativo dependiendo de los auditorios a los que se dirige y de los tiempos políticos que marcan sus intervenciones. En tiempos electorales vuelven a florecer las consignas marchitas de los primeros días de la Revolución Ciudadana, pero es claro que no tienen otra función que reavivar la memoria del tiempo mítico de los orígenes. En el lenguaje cotidiano y en momentos de mayor espontaneidad, el presidente se explaya sobre lo que realmente siente y piensa.
Quizá lo que menos resuena en los oídos de sus devotos, en estos últimos tiempos, es la referencia a la Constituyente y a la Constitución del 2008, en cambio hoy le oímos a cada rato hablar de la “excelencia” y de la “cultura de la excelencia”. Parece ser que el mayor enemigo real que ha encontrado en su ejercicio de gobierno es la “mediocridad” de los ecuatorianos, empezando por sus propios colaboradores, que le impiden lograr los objetivos de su “revolución rápida, profunda y en democracia”. “¡Cuánta mediocridad!”. Le escuchamos decir a cada paso para apostrofar a sus enemigos. Pero, cada vez más, el presidente parece estar convencido de que los ecuatorianos en su mayoría son mediocres, en contraste con las virtudes anglosajonas que se solaza en encomiar.
Para iniciar nuestra reflexión sobre la excelencia podemos recurrir al diccionario y encontraremos que excelencia es históricamente un título atribuido a personajes importantes como papas, emperadores y tiranos, y cuyos sinónimos son “alteza”, “eminencia”, ilustrísima”, “grandiosidad”, “magnificencia”, “sublimidad”, “hermosura”, “singularidad” y “virtud”. Estos calificativos hacen pues referencia a la majestad y calidad humana de la que se suponen están investidos algunos seres privilegiados por el destino, para regir la vida de los pueblos sometidos a su gobierno. No cabe duda de que estas acepciones bien le cuadran a nuestro presidente, ya que más de una vez él mismo ha reclamado el respeto para “la majestad” del cargo del que está investido.
Sin embargo, el diccionario también contempla entre los sinónimos uno que a propósito no lo hemos mencionado: “la calidad”. Parece que es desde esta entrada, de donde la “excelencia” ha emigrado al lenguaje empresarial. Sin lugar a equivocarnos, podemos decir que superados los usos anticuados de los títulos honoríficos, el término se ha convertido en patrimonio del lenguaje capitalista, cuya máxima expresión es la empresa. Hablamos entonces de “Excelencia Empresarial”. Sin necesidad de recurrir a grandes tratados, encontramos divulgados, en cualquier manual, definiciones de lo que significa el concepto, objeto de conferencistas del desarrollo y de la gerencia empresarial y de liderazgo. He aquí una muestra:
“Excelencia empresarial es el conjunto de prácticas sobresalientes en la gestión de una organización y el logro de resultados, basados en conceptos fundamentales que incluyen: orientación hacia los resultados, orientación al cliente, liderazgo y perseverancia, procesos y hechos, implicación de las personas, mejora continua e innovación, alianzas mutuamente beneficiosas y responsabilidad social”. “Cultura empresarial, identifica la forma de ser de una empresa y se manifiesta en la forma de actuar ante los problemas y oportunidades de gestión y adaptación a los cambios externos e internos que son interiorizados en forma de creencias y talentos colectivos que se transmiten y enseñan en los nuevos miembros, como manera de pensar, vivir y actuar”.
No pasará desapercibido a una escucha atenta, que estos conceptos resuenan en cada uno de los discursos y cadenas sabatinas del presidente. No cabe duda, que el presidente atribuye a esta filosofía ultramoderna del capitalismo, el exitoso desarrollo de los países asiáticos, como Japón y los Tigres de Malasia, y de empresas lideradas por jóvenes profesionales de las empresas informáticas como las patentes de Google o el Twiter, que el propio presidente usa como medio, para su permanente comunicación bajo el nombre de “mashicorrea”. Es notoria la asociación que el presidente hace del éxito empresarial con la tecnología digital de procesamiento de datos y de comunicación. El presidente no solo habla, lo vive y lo practica, hay que reconocer su coherencia.
Para el presidente está sumamente claro que la brecha tecnológica entre los viejos y los jóvenes es un asunto insalvable. Empezando por la dinámica que imponen las nuevas tecnologías. Los viejos caminan a paso de tortuga, los jóvenes vuelan en los corceles del ciberespacio. Nuestras culturas ancestrales sirven para el folclore pero no para el desarrollo. Incluso la apuesta desarrollista y extractivista sopesa en su justo precio, la necesidad de minerales para sostener el desarrollo tecnológico del planeta. El futuro prometedor del Ecuador va por allí y todo el que lo ponga en duda no es más que un “infantil”, un trasnochado, incapaz de no ver por dónde va el desarrollo.
Ello explica también que la única opción de los viejos es jubilarse. Hay que meter sangre joven.
Si continuamos investigando la doctrina de la excelencia nos topamos también con otra entrada, que no procede tanto del ámbito de la economía y de la gestión empresarial, sino más bien de la filosofía y la psicología del desarrollo y del crecimiento personal y del ámbito de la espiritualidad. En esta vertiente más que ser exitosos en el mundo competitivo del mercado, la excelencia apunta a la formación, desarrollo y crecimiento de las personas. Se trata de tomar la decisión de llegar a ser excelentes seres humanos y poder contribuir a la generación de sociedades de alta calidad de vida, de ser felices y vivir en armonía con la comunidad y el entorno, de cambiar nuestros modos de relación con el entorno, con la comunidad y hasta con Dios. Aunque para algunos, los fundamentalistas empresariales no parezca muy obvio, esta entrada exige colocar en las ecuaciones otras variables que no se miden ni se pueden medir.
Desgraciadamente, no parece ser que esta versión de la excelencia sea la que más le preocupa a nuestro mandatario, ya que las mediciones de la Senplades están atoradas en el laberinto de los indicadores del buen vivir, que a la postre no reflejan otra cosa que la salud de un Estado de bienestar, de aquellos que ya están en crisis y desmantelamiento en los países desarrollados, que tanto admira nuestro presidente. Una planificación vertical y centralista que no soporta las contingencias propias de la incertidumbre de un mundo complejo, dinámico e interrelacionado. Basta constatar cómo el portal de compras, creado con las mejores intenciones, se ha convertido, en muchísimos casos, en el escollo más grande para el cumplimiento de los presupuestos, desde los ministerios hasta las juntas parroquiales.
El presidente es un creyente convencido en las ilimitadas posibilidades de la ciencia y en la técnica como todo profesional moderno. En el afán de levantar la autoestima proclama que todo es posible y que si le dan unos cien años de gobierno logrará hasta lo imposible. Por ello proclama que se puede hacer minería en Quimsacocha y en la Cordillera del Cóndor, y está dispuesto a sacrificar la biodiversidad del Yasuní con el plan B, porque los ecuatorianos saludables y poseedores de los Phds serán imparables y sacarán al Ecuador adelante, aunque sea sobre las ruinas de los ecosistemas y las culturas.
En aras de la modernización reformista, este Gobierno rinde culto al paradigma mecanicista y competitivo propio de la cultura industrial y de mercado. Como el Estado es una máquina que bien aceitada debe funcionar a la perfección, los ciudadanos y funcionarios “son necesarios, pero no indispensables”, porque como en las máquinas, las piezas son desechables y sustituibles, así también las personas. Cuando ya no le sirven para sus propósitos, se les cambia y punto; el único insustituible es el líder, porque a decir del propio presidente, no se ve en el horizonte quién pueda hacer las cosas mejor que él y con razón los devotos ciudadanos claman “¡reelección, reelección!”.
*Fernando Vega fue miembro de la Asamblea Constituyente.