Haciendo referencia al accidente del lujoso crucero Costa Concordia, leía que era posible realizar un parangón entre las responsabilidades del capitán del navío con las de un gobernante, pues así como la mayor responsabilidad del capitán es llevar su embarcación a puerto seguro por más aguas turbulentas que atraviese, el gran desafío de un mandatario es conseguir que su país avance superando las grandes dificultades que en el trayecto puedan surgir.

Sin embargo, hay más diferencias que semejanzas en tal comparación. En primer lugar, resulta evidente que un mandatario es escogido por la voluntad popular, mientras que el capitán de una embarcación es designado por la empresa, dueña de la nave, sin que los pasajeros tengan la oportunidad de imponer el nombre del capitán, salvo quizás en los casos de un amotinamiento. Claro está que un pueblo puede equivocarse drásticamente al escoger a su gobernante, así como una naviera puede errar profundamente al designar al capitán del navío como ha ocurrido en el caso del Costa Concordia, cuyo capitán estuvo más entretenido en devaneos amorosos que en la conducción segura de su embarcación.

También resulta relevante otra distinción fundamental: cuando un barco está a punto de naufragar, la responsabilidad máxima del capitán es precautelar la seguridad de los pasajeros, debiendo ser el último en abandonar la embarcación, lo cual no ocurrió en el caso del Costa Concordia; en tales ocasiones, los pasajeros claman porque el capitán permanezca en su sitio hasta el último momento aún en caso de un inminente colapso. ¿Qué ocurre en cambio con un presidente cuando su país está al borde del colapso? Se podría decir que todo lo contrario, pues lo que ansía el pueblo en esos momentos es que el gobernante abandone su cargo, lo más rápido que sea posible, sin demora alguna, en medio del repudio generalizado.

En lo que sí es posible coincidir es que por alguna curiosa circunstancia, ciertos gobernantes y capitanes se alimentan de un profundo ego que los lleva a desoír sugerencias y recomendaciones de sus allegados, rechazando cualquier crítica u objeción a su mandato. Se dice, por ejemplo, que el capitán del Costa Concordia fue advertido varias veces de no navegar tan cerca de la costa, sin embargo a él le importó un comino tal sugerencia, toda vez que pensaba que no había como él en el arte de navegar. Eso le suele ocurrir también a ciertos mandatarios que piensan que no hay nadie como ellos para dirigir los destinos de sus países, considerándose no solo imprescindibles sino también eternos. Eso hasta cuando el naufragio llega.