Muchas veces las letras de las canciones se suman al ruido cotidiano. Dicen tantas tonterías repetitivas que prefiero escuchar las admoniciones de algún predicador durante mis largos trayectos. O tengo demasiado en qué meditar como para poner barreras entre mis propias palabras y palabras ajenas. Pero de repente, en medio de las elecciones poco pensadas o en el azar del dial surge un chorro de poesía.

Entonces vale la pena rumiar la fuerza del mensaje.

Bienvenido, Rayo de sol entonada por la cantante española Ana Belén, bien se merece una pausa en el día para escucharla con atención. No prorrumpe en la salutación optimista que con simpleza valora la vida por el mero hecho de ser-en-el-mundo, como diría algún filósofo, sino que es capaz de reparar en el claroscuro de estar vivos, arrojados a las contradicciones de la condición humana. Porque “en estos carnavales” sostiene el texto “nada es lo que parece”.

Esa idea nos retrotrae a la teoría de las máscaras. ¿Quién se muestra tal como es? ¿Quién no reserva un lado secreto, íntimo, inconfesado, que a duras penas emerge ante uno mismo? Y cuando eso ocurre, ¿acaso no nos defendemos de nuestros puntos débiles con subterfugios, con acusaciones a los demás que dejan incólume nuestra responsabilidad? Y pese a que nos carcome la culpa, nos defendemos de la galopante culpabilidad que nos impediría sobrevivir, más o menos sanamente.

Tal vez el uso de una máscara social sea necesario, según los códigos que aceptamos o con los que jugamos. Conozco gente que valora su capacidad de relacionarse con quienes desprecia, de ser bienvenidos por aquellos cuyas verdades no comparte, pero que tienen apellidos de peso en nuestra comunidad. Son capaces de llevar una conversación asertiva sobre todo lo que no creen. ¿Habilidades o hipocresías? Cualquier cosa cabe cuando se usa una máscara.

Lo más frecuente es que usemos la careta de la comedia. Pocos fingen dolores personales, en cambio muchos quieren parecer contentos, triunfadores, dichosos. Algún recetario de autoayuda nos ha salido al paso para convencernos del poder de la sonrisa y de la frase amable. Recuerdo a una persona que, hace poco, insistía en afirmar que “estaba bien” cuando yo sabía que llevaba un funeral por dentro. ¿Qué tiene el dolor que avergüenza?, me pregunté frente a esa obstinación en aceptar una derrota, una caída, un error abisal que conllevaba pérdida.

Sin embargo, es el sufrimiento la constante más humana. Cada historia individual podría intentar el inventario y sacar sus propias cuentas. Celebramos cada nacimiento, cada cumpleaños, como si tuviéramos una vocación de felicidad y de perennidad, y la existencia concreta se empecinara en recordarnos que vamos a enfermar, a envejecer y a morir.

Pero a ratos, qué bien caen las palabras ilusorias. Que alguno de esos optimistas consuetudinarios nos diga, con música o sin ella, que el mundo se inaugura cada mañana y que algo nuevo va a ocurrir y a iluminarse con aquel primer rayo de sol que, por eso, merece una apasionada bienvenida. Y aunque avanzada la mañana, la resolana nos queme y el calor nos abrase, no perdamos de vista el milagro de seguir vivos.