BARCELONA, España
He firmado la carta de protesta por la retirada del libro del escritor español Agustín Fernández Mallo, titulado El hacedor (de Borges), Remake, publicado en España por la editorial Alfaguara. La viuda de Borges, María Kodama, exigió la retirada por amenaza judicial. La situación es evidentemente inapropiada porque parte del arte moderno se ha basado en la reinterpretación explícita de materiales previos y el develamiento de procedimientos creativos. Lautréamont, a fines del siglo XIX, advertía que “el plagio es necesario: el progreso lo implica”. Su noción del plagio no era el calco y el robo velado sin reconocimiento de autoría, sino el matiz que daba a continuación de su dictum: “cancela una idea falsa, la sustituye con la idea justa”. Así lo hizo Lautréamont: reelaboró en sus Poesías y en Los cantos de Maldoror pensamientos de Pascal, Vauvenargues o Dante, incluso de enciclopedias de la época. Queda para los críticos evaluar si Fernández Mallo logró esa práctica extrema. Mi opinión es que su recurso a la estructura del libro de Borges no necesariamente ha estado a la altura de Borges porque su maestría no es la disposición del libro sino su cosmovisión y, por sentado, su sintaxis y su léxico. Lo irónico de esta historia exige un adverbio contradictorio: Fernández Mallo respetó demasiado a Borges.
En literatura el estilo también es una zona de resonancias de otras voces que llegan desde adentro para que el lector reconozca las fuentes en su nueva propuesta. Un ejemplo: Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, es una de las grandes novelas de fines del siglo XX en la que resuenan ecos del Moby Dick, de Melville, por la búsqueda delirante de sentido. Pero en Meridiano de sangre no hay ballena blanca a perseguir sino su todavía peor ausencia, que deja en una arbitrariedad salvaje a unos seres errantes que solo tienen por horizonte la inmediatez de la violencia.
Sin embargo, hay otra consideración puntual. La profesionalización del oficio de escritor, el auge de agentes literarios, la diversidad de editoriales y medios de difusión parece tener el efecto contrario al rigor: su banalización. Los editores abandonan a escritores de pocas ventas de un primer libro, los escritores se ven forzados (o por buscar mejores adelantos, o por sus agentes) a bailar de una editorial a otra, y el lector se desorienta y se pierde. Lo más lamentable no es la previsible susceptibilidad de las viudas literarias, sino el repliegue de la editorial ante la amenaza de un juicio. El temor se puede comprender, pero el error fue previo. De igual manera que se exige por contrato a un escritor la buena fe de entregar un material original, o con una original reelaboración, una editorial debe precaverse de riesgos, evaluar a fondo el contenido, pedir autorización hasta por cortesía y no abandonar al azar el lanzamiento de un libro. En resumen, la prisa y el descuido. Por eso no habría que olvidar el lema de Leonardo Da Vinci –ostinato rigore– y que debe estar tanto al inicio como al final, y con las consecuencias últimas de compromiso, por parte de una editorial, para defender el trabajo de sus autores.