“Cosas abominables son el rencor y la cólera, sin embargo, el pecador se aferra a ellas”.

“Perdona la ofensa a tu prójimo, y así cuando pidas perdón se te perdonarán tus pecados. Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿le puede acaso pedir la salud al Señor? El que no tiene compasión de un semejante ¿cómo pide perdón de sus pecados? Cuando el hombre que guarda rencor pide a Dios el perdón de sus pecados ¿hallará quien interceda por él? Piensa en tu fin y deja de odiar, piensa en la corrupción del sepulcro y guarda los mandamientos. Ten presentes los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo”.

Lo que antecede son citas del libro del Eclesiástico, leídas en la celebración eucarística dominical en las iglesias católicas, hace dos semanas.

Si la mayoría de los ecuatorianos nos definimos como católicos y hay, además, muchos cristianos de otras denominaciones, podemos suponer que en nuestra realidad individual y colectiva no hay mucho espacio para el rencor, la cólera y el odio.

Sin embargo, no es así, hay muchos hechos de la vida cotidiana que nos demuestran lo contrario, sobre todo, en la vida pública por más notoria. A veces parece que el objetivo fuera destruirnos los unos a los otros y eso obstaculiza el diálogo.

Mejor dicho, el diálogo parece imposible, es siempre reemplazado por la confrontación, que está alimentada por los prejuicios y los preconceptos.

Muchas veces podemos caer en la tentación de creer que siempre tenemos razón, que los demás están equivocados y quieren obstaculizar nuestras acciones. Es más grave entonces, porque el rencor y la cólera “abominables”, según el texto que inicia este artículo, se mezclan con la soberbia y la vanidad.

Es difícil el perdón, los seres humanos somos seres complejos, a veces con ego muy grande, incapaces de aceptar que nos equivocamos y que los otros pueden estar en desacuerdo, tener un concepto bueno o malo de nosotros o incluso ofendernos.

Es difícil, también, aceptar que necesitamos ser perdonados. Sin embargo, el perdón es la antesala de la paz personal y colectiva.

Hay pueblos sumergidos en largos conflictos que parecen no tener solución, para ellos la salida definitiva nunca se encuentra por el lado de la imposición, la violencia, la fuerza, porque eso genera rencor y deseos de venganza. Solo aplicando una pedagogía del perdón, la paz se vuelve posible.

En la liturgia, del mismo día que comentamos, se lee en el Evangelio un episodio entre Pedro y Jesús. Pedro pregunta: “Si mi hermano me ofende ¿cuántas veces tengo que perdonarlo?”. Jesús le contestó: “No solo hasta siete sino hasta setenta veces siete”, en otras palabras, siempre, una y otra vez.

Quizás la capacidad de perdonar y de admitir que necesitamos ser perdonados sea la medida de la autenticidad de nuestro cristianismo.