Por segundo año consecutivo el Salón de Julio excluye y rechaza la participación de toda obra con contenido sexual.

El Nobel Mario Vargas Llosa pronunció recientemente en la Feria del Libro de Buenos Aires unas palabras que son perfectamente aplicables aquí, como lo son en toda censura de las artes y de la cultura en general:

“Defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos, el precioso fuego que la atiza, mantiene y renueva”.

La historia está plagada de incidentes en los que la obra de artistas de calidad diversa es silenciada a la fuerza, ocultada de la vista pública, en un arrebato paternalista por proteger lo que presupone ser la inocencia virginal de las grandes masas. Inocencia que debe de ser protegida a toda costa de las influencias corruptas de artistas e intelectuales amenazantes y contaminantes.

O eso es lo que les gustaría hacernos creer a aquellos que con la diestra enarbolan el estandarte de la democracia y sus valores –entre ellos, y como derecho principal, la libertad de expresión– y con la siniestra amordazan voces disidentes del discurso hegemónico.

Durante siglos la Santa Inquisición aterrorizó a quienes no pensaban ni obraban tal y como la Iglesia determinaba y exigía. Pero esto no siempre fue así. Durante el Renacimiento y, en cierta medida, durante la Edad Media, existió a la hora de crear una libertad, que hoy en día consideraríamos admirable para la época, en la manera de representar, a menudo con humor, lo divino y lo cotidiano.

Pero todo eso cambió con el Concilio de Trento (1545-1563). Como nos dice Anthony Blunt, insigne historiador, la Contrarreforma aboliría el derecho del individuo a resolver, a racionalizar, los problemas relativos al pensamiento según su propia razón. En otras palabras, la autoridad pasó a ser la única que podía definir y resolver lo que era correcto pensar, imaginar y expresar.

El arte es la expresión evidente de quienes somos. El arte expresa y refleja la evolución de la sociedad, así como los cambios y los conflictos que esta misma genera. Goya, Hogarth o Jean-Louis David fueron algunos de los grandes artistas que denunciaron en su día el orden establecido.

En los últimos cien años tenemos una concentración de artistas que provocan con la manera en que presentan y tratan determinados temas que generalmente nos incomodan. Sus obras nos hacen pensar, cuestionar nuestra realidad, nuestros valores, ideales, tradiciones.

Obras que con su provocación protestan, denuncian, acusan.

¿Acaso la censura, aunque sea en pequeñas dosis, puede ser aceptable?

¿Acaso es saludable para la democracia prohibir contenidos diversos por mucho que pudiesen herir nuestras sensibilidades? ¿Cuál es el límite?

No podemos aceptar una sociedad amordazada, ensordecida, ni cegada. Cualquier censura destruye, destruye la libertad de expresión, el pluralismo –destruye la democracia–.

Silenciar al artista, silenciar su disidencia, su mensaje, aunque sea en parte, por irreverente que sea, por desagradable que fuese su apariencia o su contenido, silencia a la sociedad, a la democracia, lentamente, insidiosamente, paso a paso, prohibición por prohibición.