El enésimo incidente en el gobierno del presidente Correa, en el que algún ciudadano fue detenido y/o maltratado por miembros de su comitiva luego de insultar aparentemente al mandatario, nos interroga por el sentido de las palabras que decimos. En esta ocasión, el ciudadano involucrado lo llamó “fascista”. Calificamos con este término diferentes conductas o posiciones políticas ligadas al abuso del poder, al autoritarismo y a la intolerancia violenta frente al disenso, pero quizás ignoramos su origen. La palabra fue acuñada por Benito Mussolini en 1919, y proviene del italiano fascio (que quiere decir “grupo”), el cual se deriva del latín fascium que designaba un haz de varas que se usaba en la Roma imperial para azotar criminales y que con el hacha incluida devino símbolo de autoridad de los jueces.

Mussolini inauguró un movimiento que funcionaba mediante la acción de “grupos de combate” (fasci de combatimento) leales que ocupaban y dominaban todas las instancias de la sociedad, la prensa y la maquinaria estatal. Hannah Arendt, filósofa, investigadora y teórica de estos y otros temas, planteaba que el fascismo italiano fue el primero de los “panmovimientos”, como ella denominaba a esos “movimientos totales” que se imponen por encima de todos los partidos y terminan por eliminarlos de la vida política. El fascismo era el “partido por encima de todos los partidos” que prefería funcionar como un “movimiento” porque ello le permitía un mejor manejo y movilización de las masas, sin sujetarse a un régimen de partidos. En un Estado pluripartidista, el Estado está por encima de todos los partidos. En el fascismo, el panmovimiento único equivale al Estado y a la Nación.

El fascismo surgió en la Italia de la primera posguerra mundial, ante el desprestigio del Parlamento y el desencanto de las masas con los viejos partidos, alejados de ellas. No era de izquierda ni de derecha, solamente “era”, y en tanto “movimiento” apelaba al discurso del caudillo y a la omnipresente propaganda para recrear la ilusión de “estar siempre en marcha”. El fascismo suponía una mistificación del poder, donde su acaparamiento se justificaba como una medida supuestamente necesaria, patriótica y nacionalista. El fascismo, como todo panmovimiento, aborrecía el sistema de clases que los viejos partidos representaban, y proponía una clase única equivalente al Estado y al movimiento del gobierno. Aunque el fascismo no culminaba siempre en totalitarismo, ello podía ocurrir; de hecho, inicialmente Hitler se declaraba admirador de Mussolini, antes de llegar a superarlo.

Mussolini usaba la noción de “Estado corporativo” para desmentir las diferencias de clases y obtener la colaboración de empresarios ilusos que lucraban y creían poder manipularlo. En un manifiesto de la Confederación Fascista de Industriales (Roma, 1939) se lee: “Ningún grupo fuera del Estado ni contra el Estado, todos dentro del Estado que es la nación en sí misma y estructurada”. Aunque el fascismo italiano murió con Mussolini en 1945, los fascismos no han desaparecido. Arendt advirtió en 1948: “Contrastando con los viejos partidos, los movimientos sobrevivieron a la última guerra y hoy son los únicos “partidos” que permanecen con vida y tienen algún significado para sus seguidores”. ¿Qué vigencia tienen estas teorías de Hannah Arendt 60 años después y fuera de Europa?