Urgidos por proezas que coloreen lo grisáceo de todos los días, la noticia de que estaban vivos los 33 mineros atrapados a más de 700 metros de profundidad en una mina de Chile causó una festividad espontánea en el país sureño y en el mundo entero. Este acontecimiento, propio del reino de lo fabuloso, nos hermana planetariamente y las energías y oraciones se dirigen a la tierra del cobre y el salitre para que el rescate concluya del modo más feliz que sea posible. Pero, como nos pasa a los desunidos latinoamericanos, casi nada sabemos de las realidades que existen más allá de las capitales. ¿Cómo son, pues, el desierto y la pampa, entornos del minero chileno?

El arte de la resurrección –que obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2010– es el más reciente relato publicado por el escritor chileno Hernán Rivera Letelier. Nacido en Talca, Rivera ha conocido la posición de obrero y empleado de las minas, en cuyas precarias escuelas hizo su educación primaria, completó la enseñanza media y aprendió sabiduría. Por eso su estilo y tono narrativo son un obsequio para los lectores, porque sus historias poseen una gracia inigualable en el concierto de voces de los narradores latinoamericanos de hoy y de siempre, al mismo tiempo que nos revela la desolación que abrasa a esos suelos de yacimientos mineros.

La novela narra las vicisitudes que, por más de treinta años, experimenta Domingo Zárate, conocido como el Cristo chileno, en su deambular por el desierto norteño y su errancia entre mineros. La prédica del Cristo de Elqui incluye consejos morales, máximas espirituales y sanos pensamientos en bien de la humanidad, con lo cual la novela despliega una sapiencia de ideas y lenguaje popular que confirma que la sencillez atesora una altura poética. Para el protagonista, mezcla de filósofo y místico, “la verdad es sinfónica”; además sostiene que “no basta con ser creyente, también hay que ser creíble”.

Esta singular manera de contar se inscribe en una estirpe cervantina: el predicador y milagrero se lanza por los eriales con su arenga y su utopía, como el Quijote; el Cristo chileno convierte a la pampa de Atacama en una región universal, como La Mancha española; el enamorado disertador es tomado por loco y su figura es finalmente quijotesca. Esta novela demuestra las sorpresas que guardan los usos de la lengua española, que nos identifica en la desmesura, nos une en la diferencia y da cuerpo a una identidad continental. Por la fresca naturalidad de su prosa, El arte de la resurrección es una resurrección del arte de narrar.

Rivera expresa humor, ternura, ironía y desgracia; también propicia una crítica sutil del sistema social: las oficinas mineras se cierran, los pueblos son abandonados, los patrones gringos son injustos y perversos, la gente vive el futuro en vilo. Sus novelas –entre otras, La Reina Isabel cantaba rancheras, El fantasista, La contadora de películas– confirman la inagotable riqueza de imaginación del mundo minero. Y, como la literatura es capaz de nombrar sucesos incluso antes de que estos acaezcan, la lucha por sobrevivir de los mineros chilenos –después de que pensáramos que era imposible que estuvieran vivos– aparece como un nuevo arte de la resurrección.