No quiero transmitir desazón a los trabajadores de la ex Emelec pero debo decirles la verdad: su situación es sumamente precaria porque ni a la izquierda ni a la derecha le interesa que a los veintidós obreros despedidos los reintegren a la empresa.

A la izquierda, por razones obvias: los obreros de la ex Emelec son “disidentes”, no aplaudieron al Líder, hicieron quedar mal a la Revolución Ciudadana. Apoyarlos, aunque sea justo, sería hacerle el juego a la derecha.

¿Dónde están las centrales sindicales, los indígenas, los defensores de los derechos humanos, los movimientos estudiantiles, los maestros que tanta solidaridad necesitaron hace pocos meses, los ecologistas, los izquierdistas que ya no creen en Correa? Unos disfrutan de su reciente prosperidad ciudadana; otros –muy ocupados en proteger a su grupo– miran para otro lado.

“Solidaridad de clase”, que le llaman.

Lo sorprendente para algunos despistados quizá sea que la derecha tampoco ha dicho nada. ¿Acaso no les convendría a las cámaras de la producción y los partidos opositores denunciar este nuevo atentado de Correa contra la democracia? Pues parece que no.

Y yo los comprendo, a la derecha le preocupa, y con razón, la seguridad jurídica de las empresas, amenazada por un gobierno de demagogos que con eso solo buscan ganar más votos y mejorar sus coimas. Pero en la ex Emelec lo que se está violando no es la seguridad jurídica de una empresa sino de los trabajadores, y eso es harina de otro costal. Que los defienda la izquierda, que para eso está.

Así que allí tienen ustedes, a la izquierda y la derecha guardando silencio juntas ante veintidós familias amenazadas por el desempleo y la cárcel.

A propósito, esto último es algo de lo que no se ha informado lo suficiente. Me refiero a que contra los trabajadores de la ex Emelec no pesa solo la amenaza de echarlos con un mes de sueldo en el bolsillo sino que además existe una demanda penal para que vayan a prisión hasta doce años, y en la que se solicita prisión preventiva, es decir cárcel para ahora mismo, antes de Navidad.

(Amenaza que si todavía no se ejecuta es solo porque el Gobierno quiere medir primero la reacción ciudadana).

Terminaba la Segunda Guerra Mundial. Las tropas rusas se acercaban a Varsovia, capital de Polonia, ocupada por los nazis. Se produjo entonces el heroico levantamiento de los judíos polacos, confinados en un gueto donde niños, ancianos y desvalidos agonizaban de hambre en las aceras. La respuesta nazi fue una masacre que todavía motiva lágrimas. Pero el levantamiento no se detuvo; los fusiles judíos siguieron disparando contra los nazis como si no fuesen a callar. Los rusos, entonces, se detuvieron. Desde donde acampaban, podían escuchar la balacera y los gritos. Stalin compartía con Hitler un profundo desprecio por los judíos, así que aguardó a que los nazis culminen primero su limpieza étnica. Solo entonces, cuando el último bastión judío cayó, los soldados del Ejército Rojo continuaron su marcha e ingresaron a la ciudad. No encontraron judíos sobrevivientes.

Dicen que la última transmisión de la radio judía, desde la clandestinidad, fue: “Pueblos del mundo, desconfíen de los gobiernos, todos son iguales”.