Moisés recibió en el Monte Sinaí los Diez Mandamientos, que son como un pacto entre Dios y el pueblo de Israel. Lo que Dios quiere es el bien del pueblo de Israel, representante de los otros pueblos; por eso le señala diez senderos, que ha de seguir para su propia realización. Mateo presenta a Jesús subiendo al Monte, para indicar que las bienaventuranzas son los mandamientos-senderos del nuevo pueblo.
A primera vista estos senderos no llevan a la bienaventuranza; parecerían compensaciones para que el pueblo se resigne ante las frustraciones que ofrece la realidad; parecerían ser un consuelo, un “opio del pueblo”. Si tenemos en cuenta que son pronunciadas por Jesús, el hombre que, por ser al mismo tiempo Hijo de Dios, es el más inconforme ante las situaciones deformantes de sus contemporáneos, no podemos quedarnos en las apariencias. El conjunto de la enseñanza que Jesús nos da, no solo con palabras, sino con su propia vida, contradice las apariencias. Las bienaventuranzas son como diversas estrofas de una sola proclama; son como un capítulo de una larga carta escrita; estrofas que han de ser escuchadas en conjunto. Las bienaventuranzas son interconexas e inseparables.
Las bienaventuranzas no son un mero consuelo ni un llamado a la resignación. Las bienaventuranzas son una proclama de Jesús; proclama que parte de situaciones de hecho que padecen los israelitas: pobreza impuesta, llanto, hambre y sed, malos tratos y persecución. Jesús no llama bienaventuradas a estas situaciones; por el contrario, invita a corregirlas.
Jesús declara bienaventuradas a todas aquellas personas activas y comprometidas a suprimir la violencia de la pobreza obligada, sin reemplazarla con otra, con la de la supresión de la libertad y creatividad personales.
Jesús declara dichosas a todas aquellas personas que se encuentren en pobreza voluntaria, no impuesta, que tengan ansia de justicia y de ayuda mutua, que tengan limpieza de miras y que por causa de los bienes de la justicia y de la libertad, inseparables en una sociedad querida por Dios, estén perseguidas.
La bienaventuranza personificada es el mismo Jesús, Hijo de Dios hecho Hombre; no solo Dios, al que se le puede honrar solo con ritos vacíos; no solo Hombre, que se encierra y encierra a sus seguidores en un paraíso terrenal. Cristo es la bienaventuranza personificada, que nos invita a hacer de esta tierra una morada para todos los hombres y para todo el hombre. Jesús sabe que la humanidad está torcida y encerrada en el egoísmo. Para abrirla y enderezarla, Él mismo, en cuanto Hombre, se somete al yunque del dolor y de la muerte, exigidas no por Dios, sino por la desfiguración de la misma humanidad. La muerte no es el final del camino.
De acuerdo a las bienaventuranzas, somos discípulos de Jesús y somos bienaventurados en la medida en la que hagamos algo por los demás, por la realización de los valores humanos irrenunciables e inseparables. Si se cultivan unos valores y se descuidan otros, el desorden permanece. Justicia y libertad son irrenunciables e inseparables.