En 1993, gracias a una beca conferida por la Agencia Española de Cooperación, logré cursar una maestría en Ciencias Jurídicas en la Universidad de Navarra, uno de los mejores centros académicos de España.

Asistí precedido de haber logrado en la Universidad Católica de Guayaquil, la distinción como mejor graduado en la Escuela de Derecho.

Luego de quedar asombrado por la magnífica biblioteca, asistí a mi primera clase, que en realidad fue una especie de conversatorio, dirigida por tres catedráticos y no más de veinte estudiantes, entre los cuales los latinos éramos minoría.

Grande fue mi decepción en esa primera sesión, que trató sobre la aplicabilidad directa de los derechos fundamentales y de su contenido esencial, cuando constaté que durante mi carrera universitaria jamás se me había enseñado nada sobre esos temas, cuya importancia es fundamental en un Estado democrático.

Los ciudadanos somos libres y gozamos de derechos por el solo hecho de existir como personas. En uso de esa libertad delegamos poder al Estado y participamos a través de sus instituciones, para que a través de procesos normados, es decir, sin arbitrariedades, el sistema de libertades pueda ser regulado, en aras de garantizar el bienestar individual y común, así como la convivencia armónica en sociedad. Sin embargo, el ejercicio de ese poder que ha sido delegado no puede restringir ilimitadamente el sistema de libertades. Por ello, el freno a ese poder sin límites, lo constituye esa barrera infranqueable que se denomina el contenido esencial de los derechos fundamentales. Si el contenido esencial, es decir, aquellas características que individualizan y dotan de identidad propia a los derechos, es afectado, el derecho fundamental se desnaturaliza y pierde su eficacia.

¿Cómo distinguir cuál es el contenido esencial de cada derecho fundamental? Ese era precisamente el contenido de esa primera clase en la cual me sentí absolutamente desubicado y que se sustentaba básicamente en doctrina y precedentes jurisprudenciales.

Estos temas tan trascendentes no se discutían en el Ecuador en aquellos años; de hecho, aún ahora, casi no son enseñados. Ante esta realidad, ¿podemos sentirnos tranquilos con la Ley de Educación Superior que actualmente se prepara y que regulará una materia tan importante para una sociedad?

¿Puede lograrse este debate con altura y sapiencia cuando las discusiones giran más bien respecto de aspectos que si bien son importantes para casos particularizados, no giran en torno a cuál debe ser el límite concreto y en cada caso del Estado respecto de la regulación del derecho fundamental a la educación y fundamentalmente sobre la autonomía universitaria?

El debate sobre el periodo de los rectores, o el cierre de carreras si un número mínimo de estudiantes no aprueba el curso, ¿es suficiente para la reforma universitaria?

¿Afecta al contenido esencial del derecho a la educación universitaria la obligación de vincular los procesos universitarios a los lineamientos de los planes de desarrollo que emanen de cada gobierno de turno?

Lamentablemente, una vez más, el apresuramiento parece ser la tónica del proceso legislativo. ¿Puede algún legislador decirnos con claridad cuál es el contenido esencial del derecho a la educación universitaria, a efectos de que el derecho no quede desnaturalizado y las universidades no se conviertan en un apéndice más de Carondelet?