Jerónima mía:
El visitador que me ha enviado el rey, Juan de Mañozca, inquisidor del Perú, trabajó diez años en el Tribunal de la Inquisición en Cartagena de Indias, tiempo en que esa ciudad vivió con espanto. Desde que se supo de su venida en Quito hubo miedo y opresión. No se debió poner en una sola cabeza, y peor en una tan dura como la suya, todos los poderes, porque así no debe responder ante nadie. Mañozca tiene algo más de cuarenta años, es alto, estudiado en Salamanca y solo entiende el lenguaje de la sumisión de los muchos vasallos que lo rodean con fortísimo cargo para la real hacienda, pues se hacen servir mejor que príncipes.
Un mes ha que lo recibimos con esplendor. En estos días no se lo vio. Estuvo dedicado a tejer su telaraña de espías y chismosos. Pero ayer proclamó principiada la visita con atabales y trompetas, y sus esbirros se apoderaron de la ciudad. Vive rodeado de personas de poca calidad, pero por esa misma ruindad los ha escogido, porque así los puede humillar o echar cuando ya no sirven a sus propósitos. Cuando lo contradicen tiene episodios de furor y locura, como si lo mordiesen los más horribles endriagos.
El visitador me dio tratamiento no debido a mi persona, haciéndome llevar por las calles encadenado. Frailes dominicos fueron golpeados por hombres armados de Mañozca, que luego entraron a saco en el monasterio de San Agustín y robaron expedientes secretos, faltas ambas que llevan a excomunión ipso facto, pero que no molestaron al Inquisidor, en otras celoso guardián de los privilegios de la religión. “¡Yo soy el rayo! Caigo de repente y nadie escapa de mis manos”, dice. Hoy montó la comedia que es más del gusto de los de su clase: una procesión con una gran cruz verde por delante. La siguieron los familiares y oficiales del Santo Oficio. Detrás iban los que resistieron al Inquisidor con las espaldas desnudas, azotados por sus corchetes.
Por mi parte, como hidalgo que soy, le hago todas las cortesías y le doy el tratamiento que se merece. Como en el juego con naipes, hay que ceder y dejar pasar la mano hasta tener mejores cartas. Son combates de disimulo y astucia, una palabra de más puede llevarme a la hoguera.
Me inclino fingidamente ante el poderoso equivocado, mientras espero su caída; no altero el gesto ante el error triunfante. Pero doy por seguro que mal acabarán estos abusos, como terminaron en México, donde el visitador Gelves escapó de la muerte cuando la gente embravecida se levantó y prendió fuego al palacio de los virreyes.
Vida mía, hemos de tener secreto con todos. Te enviaré billetes avisando cuándo he de verte y dónde, evitando las noches de luna. Acuérdate de mí y mándame como tu esclavo.
Tuyo,
Antonio.
(El doctor Antonio de Morga, presidente de la Real Audiencia de Quito entre 1615 y 1636, la persona que más tiempo ha gobernado lo que hoy es Ecuador, envió esta carta a su amante Jerónima de Arteaga, probablemente en diciembre de 1624. El documento es de autenticidad discutida).