El asunto va desde la ciega aceptación de cualquier verdad no demostrada, de la tolerancia frente a la deshonestidad y el absurdo (tal vez en ese caso esas acciones merezcan otro nombre, aventuro “cobardía”) hasta las realidades de una cotidianidad cercana a costa de noticias. En nuestro medio no ocurre, ¡válganos la pobreza! Y me detengo por la piedra que me golpeó el cráneo cuando abrí un diario: el señor Will Smith (léase un actor norteamericano, simpático y dado a la comicidad aunque de dramas se trate, pero nada del otro mundo) ha cobrado por su última película… 80 millones de dólares. Puesta la primera cifra, el artículo despliega la danza de los millones. Que Cameron Díaz, una rubia sin mucho mérito artístico, se alzó con 50, que Jonnhy Depp, con 72.
Entonces, hay que mencionar a Forbes y su afamada caza de archimillonarios para enlistarlos en una competencia internacional que sube y baja sus rubros año a año y que siempre insiste en el ascendente caudal de Oprah Winfrey por obra y gracia de su imagen televisiva derivada a un sinfín de negocios. Lícitas ganancias en el mundo de las valoraciones confundidas que han reemplazado saber, dedicación, investigación, erudición, disciplina y tantas más cualidades del esforzado desarrollo de las personas y los pueblos, por el mérito de la exposición y el lucimiento personal. Aplastados por estas revelaciones, todos los otros seres del mundo somos loosers, mediocres, insignificantes, invisibles.
Exagero, claro está. Si se catalogara a las personas: tanto vales porque tanto ganas, me acercaría un poco a mi propio pronunciamiento. En el mundo de locos de la oferta desmesurada, del consumismo creado con hábiles estrategias de marketing, cualquier cosa se puede vender, se crean falsas necesidades, se abre un insaciable apetito por los objetos. Y por ese camino multitudes avanzan convencidas de que poseer esos bienes volátiles produce notoriedad, sitúa en buen puesto social, hace lucir bien.
Para qué mencionar siquiera una ética del vivir humano que nos lleva a ver como ofensa la gigantesca desigualdad entre ricos y pobres. Esos sueldos astronómicos insultan la pobreza del mundo. Banalizan la existencia hacia extremos indecibles.
Basta el sentido común para apreciar que ninguna intervención en una película, por genial que pueda parecer, vale realmente ochenta millones de dólares. Así como no tiene sentido que la grifería de un baño sea de oro. Pero son hechos que ocurren o han ocurrido en el deleznable e intrincado territorio de la estupidez humana.
Muchas veces he sostenido mi propio consumo de estupideces con el pretexto de que debo estar enterada de todo lo que les interesa a mis alumnos para poder dialogar con ellos, para introducir notas de reflexión en la vorágine de imágenes que ingresa a sus mentes por las vías de esas pantallas que atrapan su atención.
Empieza a serme ineficaz el argumento. El sueldo de Will Smith tiene la culpa.