Loja se cobija dentro de un estuche de montes. Quien no la conoce siente Ecuador a medias. Me divertí como niño tomando fotos en el Parque Recreativo Jipiro (el diccionario me rechazó el uso de la palabra recreacional). En el Museo Puerta de la Ciudad, los dibujos de Manuel Serrano me fascinaron por su forma de animalizar a los humanos, humanizar a los animales, llegando a crear seres de otras dimensiones con la crueldad instintiva de Stornaiolo, los contrastes de luz y sombra que amaba Rembrandt. Almorcé en el Quo Vadis, pregunta latina que contesté en el mismo idioma al estampar mi firma en el libro de visitantes: “Quo vadis? Semper usque ad felicitatem quia dulce est desipere in loco” (“¿Dónde voy? Siempre rumbo a la felicidad porque es dulce tontear en el lugar adecuado”). Recordé desde luego la película Quo vadis?, creada en 1951, con Robert Taylor, Deborah Kerr, Peter Ustinov. Saboreé una botella entera de Beronia, vino romántico de La Rioja. En Vilcabamba me pegué una caída a la manera de Fidel Castro, no por haber bebido sino por ser torpe de nacimiento.

Loja: mujeres de piel blanca, ojos claros, árboles, temperatura que recuerda Europa. Vilcabamba, a media hora, tiene sorpresas mayúsculas como aquella hostería Madre Tierra metida en exuberante vegetación, paraíso rústico extraviado. Las cosas nacen cuando las contemplamos: “Porque te miro verdaderamente vives, porque te amo vives entre mi vida. Me respiras. Lo irreversible del amor es su pureza” (C. E. Jaramillo). Loja no se cuenta, se paladea. Es absurdo enjaular la ciudad en una columna. Si no se enamoran ustedes será porque perdieron el privilegio de despertar al niño que se les fue para siempre cuando decidieron convertirse en adultos ceñudos. Lo mismo había sentido en Cuenca, otra niña de mis ojos.