Situándose en el contexto en que surge la democracia griega, lo que quería decirse era que el hombre es un animal ciudadano, un animal cívico, un animal social, y también un animal político; esto es, la condición humana contiene la animalidad que somos todos; dicho de otra forma, la evolución no parece habernos llegado plenamente. Pero, al ser la política una dimensión destinada a plasmar el bien público, lo común compartido, el territorio unificador, la condición de animal debería diluirse en lo humano, pero no sucede así. Basta ver los rostros de los actores de la política para darnos cuenta de que se trata de una aspiración imposible: la cara de nuestra política es el rostro descompuesto de los políticos. Por eso se precisa que alguien o algo cumpla la función del espejo que nos hace falta. La literatura es una fuente inagotable que funciona como ese espejo.
No me voy a referir a las conocidas fábulas de Esopo o Samaniego, que habitan en el fondo de nuestra imaginación, sino a historias más recientes de escritores que vivieron, sintieron y sufrieron el peso de la política moderna que parece destinada no a liberar sino a conculcar, porque implanta un solo modo de actuación. Si reflexionáramos más en la maravilla de la palabra humana y en la polisemia del lenguaje, el discurso absolutista de la política debería avergonzarnos, pues las más de las veces no invita a una conversación sino a la descalificación de la opinión diferente. La anécdota principal de la novela Rebelión en la granja, de George Orwell, muestra a unos animales que, bajo la conducción de los cerdos, se niegan a aceptar la opresión de los hombres, pero –porque copian los mismos métodos de la política– terminan lamentablemente pareciéndose demasiado a los humanos que pretenden descalificar.
La Oveja negra y demás fábulas, de Augusto Monterroso, trae un epígrafe del zoólogo (ficticio) K’nyo Mobutu: “Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de este”. En un relato antológico, un mono se frena de hacer sátira de lo humano porque percibe que las debilidades y defectos del ser humano se manifiestan claramente en sus amigos más cercanos. Última navidad de guerra, de Primo Levi, nos deja observar el mundo animal como si se tratara de un mundo humano, y el humano como si fuese uno animal, con animales sociales (hormigas y abejas), individualistas (mariposas y escarabajos), unos que habitan espacios cerrados (topos y arañas) o abiertos (caballos). Son seres semejantes a los humanos pero carecen del don de la palabra. ¿Se podrá hacer del habla dialogante la condición humana que supere la bestialidad del zõon que cada uno de nosotros lleva adentro?