Las preparaciones de las fiestas llevan tiempo. Para quienes disfrutamos en regalar, como es mi caso, el pensar en los regalos toma días, semanas, meses. A veces lo escojo con mucho tiempo de anticipación. Cuando veo algo, que sé que gustaría a las personas que quiero, lo separo y lo guardo a la espera del momento adecuado para brindarlo.
Preparar la cena, cocinarla con el sol prestado de la llama de la cocina o el calor del horno, toma tiempo. Sin embargo, al consumirla no siempre somos conscientes de todo el proceso que la trae a nuestra vida y nos alimenta.
La naturaleza entera también se toma su tiempo para hacer una flor, madurar un fruto, estirarse en troncos y hojas. Hay cactos que florecen una vez al año. Es el caso de la novia de la noche, que despliega el velo de sus flores blancas para quien tiene la paciencia de esperar su eclosión a la luz de la luna. Al día siguiente las flores marchitas son el residuo de un espectáculo deslumbrante.
Los campesinos tienen más clara la pedagogía de la espera y del tiempo, grandes maestros en épocas de apuros y de exigencia de resultados rápidos.
Otra constante en la naturaleza es la prodigalidad; cuántas semillas que nunca germinarán, cuántas flores que no serán vistas por ojos humanos. Cuántas palabras que no se convertirán en hechos, cuántos gestos sin amor.
Una frase escrita en los muros de la escuela donde aprendí de niña, me acompaña siempre “sin prisa y sin pausa como las estrellas”.
A los seres humanos nos lleva nueve meses estar listos para salir del vientre materno, y muchos años para poder vivir independientes. Como la oruga que fabrica su capullo y, en larga espera, se transforma en una frágil, bella y a la vez fuerte mariposa Y muchos años más nos lleva transformarnos nuevamente en niños, sabios pero vulnerables, libres pero dependientes.
A veces tenemos miedo de las alas que nos crecieron, tememos la aventura de amar que conlleva la posibilidad de sufrimiento. Nos hacemos duros, corazón coraza, impenetrables, fríos. Y entonces las mariposas se metamorfosean al revés, vuelven a ser gruesas orugas que solo aspiran a arrastrarse por las hojas que comen.
Una de las mayores alegrías de estas fiestas la tuve al contemplar el rostro de un anciano. Parado cerca de la Rotonda al lado del escenario donde cantaban Los Iracundos, la noche de Fin de Año, la cabeza totalmente blanca, su rostro iluminado por las lágrimas que corrían por sus mejillas, y que los focos del escenario hacían resplandecientes, totalmente transformado, movía sus brazos esbozando un baile, su emoción irradiaba en la noche. Volví varias veces para verlo, arropada por la multitud y la penumbra. Cantaba con pasión. Estaba absorto, parecía transportado por un gran amor. No recuerdo haber visto antes una imagen tan conmovedora de alegría nostálgica. Luego lo perdí en la noche. Pero no se fue, se quedó. Me habita ese viejecito que seguramente amó y fue amado y fue transformado por una llama que quema pero no consume. Que llora, sonríe, canta y vuela. Hace falta toda una vida para llegar a ello.