Todo comenzó un día lunes del mes de mayo, creo. Mi madre había regresado de Guayaquil con un grueso fajo de libros como era su costumbre y sus cinco hijos pequeños olisqueamos enseguida buscando el material apetitoso. Para las niñas había comprado Mujercitas, de Louise May Alcott, para los niños un libro de aventuras de Salgari. Para ella y papá había un grueso tomo del Conde de Montecristo, de Dumas, y un libro extraño con una carátula simple pero reveladora en la que había una E mayúscula invertida, se titulaba Cien años de soledad. El nombre no me dijo nada y después de devorar Mujercitas y creerme unas veces Beth y otras Jo lo hojeé como al descuido y lo primero que llamó mi atención fue su inicio que nunca conseguí olvidar: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Era una enormidad, una tragedia, conocía de esa impronta que hace que a veces un hecho simple coloree la memoria para toda la vida y siempre ocurre en el territorio de la infancia. Luego al desfilar por sus páginas cada personaje me enamoraba, me engatusaba y seducía, me prendé de Melquíades, ese gitano aventurero y soñador que venía a Macondo después de recorrer el mundo trayendo los inventos más inverosímiles que hacían soñar y perder la cabeza a los Buendía. Me entusiasmaba la locura del viejo Arcadio amarrado a un árbol, las carcajadas de Pilar Ternera que espantaba a las palomas, los pedos de José Arcadio hijo que hacían marchitar a las flores, las locuras del coronel y sus pescaditos de oro, pero lo que más llamaba mi atención era la sobrenatural belleza de Remedios la Bella quien enloquecía a los hombres con su cuerpo desnudo detrás de su bata de lienzo y su total inocencia que hizo que ascendiera a los cielos entre las sábanas de la cama. Cien años de soledad me hacía reír y soñar y me desplegaba por un mundo imaginario que para mí era completamente real porque yo vivía en un medio rural en donde todo lo que narraba sucedía en la realidad, en donde era posible escuchar a mi abuela Flor decir, por ejemplo, ayer se me presentó tu difunto abuelo y no quiere que venda la tienda. O escuchar en la sobremesa familiar la historia cien veces repetida de cómo se le apareció el diablo en la azotea de la casa a mi tío Leonardo que lo transformó al día siguiente en el beato más devoto de la iglesia, o cómo el rico más rico del pueblo pactó con el diablo vendiéndole su alma por dinero. García Márquez lo único que hacía era recrear mi vida, volver a contármela de una manera fascinante. Por eso lo amé desde el inicio, fue mi amante literario, el padre que me enseñó a amar el oficio de contar historias y aunque está de moda el parricidio es imposible dejar de negar su impronta, su referencia, su huella. Creo que lo leí en el mejor momento de mi vida, en mi infancia, en mi curiosidad por un libro ajeno, en aquel territorio vasto y mágico en donde una no se pregunta el porqué, sino que se entrega, se rinde al placer de leer. Luego, ya estudiante, leí todas sus obras que también me sedujeron, alguna cuestioné, incluso encontré una pieza de arte, El coronel no tiene quien le escriba; pero ninguna lectura tuvo el sabor, el olor, la magia y el embeleso de Cien años de soledad leída en una hamaca, a la luz del candil, a escondidas de mis padres porque supuestamente no era una lectura apropiada para niños y, como siempre ocurre, los mayores en materia de niños, están en la luna.