Como soy pijotero (“mezquino”, en lunfardo) no compré la revista y ahora me arrepiento, porque me habría gustado citar al autor.
Digo esto porque ya me tienen cabezón con el escándalo de los ochenta años de Gabo. Sí, es cierto, Cien años de soledad es una gran novela.
Cuando la leí por primera vez, a los dieciséis años en su primera edición, me deslumbró. Volví al pasado y escuché de nuevo a mi abuela contándome las viejas historias del campo, donde ella se crió. La magia, la lujuria, la naturaleza desbordante, los desmanes de las gentes, los chismes de familia, todo estaba allí, en ese libro que en la portada mostraba unos dibujos extraños sobre fondo blanco.
Leí desde entonces casi todas las obras anteriores del colombiano, que no son sino una preparación para Cien años... Pero qué decepción luego. Todas sus novelas posteriores están muy bien escritas y ocuparán seguramente algún lugarcito en la historia de la literatura; el problema es que siguieron a Cien años..., y ninguna la superó.
Gabo, sobre todo, fue incapaz de sobrepasar su visión naïf inicial de una América Latina mágica, donde revolotean las mariposas amarillas, pero donde no existe la violencia brutal que vibra y respira en Macondo, Guayaquil o Río de Janeiro. García Márquez pudo pintar el alquimismo de José Arcadio, Amaranta y Úrsula; pero nunca retratar por ejemplo a los campesinos colombianos o ecuatorianos que se convirtieron en bandoleros porque les robaron sus tierras a principios del siglo pasado; o la hediondez de nuestras cárceles, donde a los travestis menores de edad los presos se los intercambian por cigarrillos; ni a las mujeres de todas las clases que conviven con un violador, chiro o platudo, al que llaman marido.
Grandes escritores sí son Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa. El aleph, el cuento mágico del argentino, lo leí más o menos por esa misma época. Me dejó alelado. Me cambió el mundo. Y desde entonces seguí leyendo a Borges y no he parado. Porque en sus cuentos la magia convive con la brutalidad, y el gaucho que asesinó a su hermano se da la mano con el poeta ciego del suburbio, reconociéndose, asimilándose, como las dos caras de la Jano latinoamericana.
Mario Vargas Llosa es menos constante. De vez en cuando nos viene con alguna bobería, pero nunca deja de madurar. Hace un par de meses leí La fiesta del Chivo y durante esos días me sentí torpe con la palabra ante este gran escritor, del que nunca acabaré de aprender.
Y que conste que todo esto lo digo a pesar de que Borges se arrastró ante los dictadores de su país y Vargas Llosa ha sido el Hare Krisna del neoliberalismo hambreador. Es duro reconocer para un “progre” como yo que la derecha extremista nos ha dado los mejores escritores desde que murieron Rubén Darío y César Vallejo. Pero qué le vamos a hacer.
*Crítico literario