Las interpretaciones tendenciosas y malintencionadas dirán que las regias declaraciones de Su Majestad encontraron rápidamente un contradictor en la siguiente intervención del presidente todavía candidato. Que la soberanía radica única y exclusivamente en el pueblo, dijo y repitió cuando se refirió a los manifestantes que metieron un susto tan grande a los diputados que lograron eliminar cualquier asomo de resistencia a la gran pomada universal de la Asamblea Constituyente. Lo mismo afirmó cuando los exaltados viajeros frustrados que exigían del Gobierno ecuatoriano una indemnización por la quiebra de una compañía de aviación española lograron entrar al palacio de gobierno. Pero no hay tal contradicción porque, consecuente con su aprendizaje en las comunidades cristianas de base, S.M. conoce perfectamente las diferencias que existen entre el reino de este mundo y el otro reino.

Si se piensa bien se verá que no es mala la idea bolivariana remozada –según se dice– por un par de asesores valencianos que antes ya sembraron los frutos de su sabiduría en tierras venezolanas. El emperador puede ser el antídoto para ese mal que ha afectado a los últimos presidentes y que les provoca esas caídas prematuras que deben ser muy dolorosas (sobre todo para el amor propio o para ese argentinito que todos llevamos dentro). Lo bueno de las monarquías es que, después de unos cientos de fotos en las publicaciones de papel cuché, la gente habla de las familias reales como de la suya propia y termina amándolas entrañablemente. A nadie se le ha ocurrido, por lo menos no en los últimos sesenta o setenta años, hacer una manifestación en contra de un rey aunque estén hasta la coronilla del gobierno. Sería una excelente manera de diferenciar, como ya lo hace S.M. en su pensamiento, entre el soberano y la soberanía popular.