Sloan Wilson publicó El hombre del traje gris en 1955. La novela de Wilson capturó el espíritu de su generación; en esencia, su personaje principal, Tom Rath, busca un autocomplaciente conformismo en su simbólico traje. La metáfora de El hombre del traje gris puede reducirse sin pérdida a la necesidad de asumir las responsabilidades por los actos y que tal asunción debe conducir a perfilar un propósito en la vida de cada quien. La novela se consolidó como un best seller de su época y se tradujo a veintiséis idiomas; los europeos la estimaron una reflexión acertada de la vida en Estados Unidos; la Unión Soviética la prohibió.
Gregory Peck interpretó a Tom Rath en la versión fílmica de 1956. El título, por cierto, arraigó como una definición de cierta actitud imperante de su época y forma parte del vocabulario cultural actual. Joaquín Sabina tituló su disco más melancólico, precisamente, con esas palabras.

El 20 de abril del 2005, día en que la presidenta encargada del Congreso Nacional, Cynthia Viteri, vestida de colegiala, chaqueta vaquera y corbata, le tomó juramento al vicepresidente para que este asuma la Presidencia de la República, Alfredo Palacio vestía un traje gris. Ese mismo día, Palacio, imbuido de un primerizo entusiasmo, se despachó con sonoras frases. Afirmó, entre otras cosas, que pertenecía a la “corriente del cambio” y proclamó, por supuesto, su ya célebre frase (Palacio acaso merezca el olvido pero esta frase, sin duda, le posibilita un atenuado recuerdo): “Refundaré la República”. El entusiasta Palacio perdió entonces la perspectiva de una de las leyes fundamentales de la política, aquella que dice que para bien gobernar es menester saber callar (este es también un mensaje no velado para el locuaz e intempestivo Rafael Correa) porque, como nos enseñó Freud, “uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla” y además porque, dada la vorágine de las fuerzas políticas y la acendrada tradición de irrespeto a la legalidad de los actores políticos (léase, Congreso Nacional) en este país, el Presidente debería incorporarle a su banda presidencial (ya que las Hermanas del Buen Pastor Contemplativas tienen a bien echarle pedacitos de camiseta de García Moreno y huesillos de religiosas muertas y reliquias varias) la inscripción que el lúcido Baruch de Spinoza asumió como su divisa filosófica: Caute (ten cuidado), cuya conditio sine qua non para su concreción es la debida prudencia en los dichos y en los actos, y actuar en permanente concordancia con ella.

En todo caso, el arrebatado discurso de Alfredo Palacio contradijo lo simbólico del traje gris que ese 20 de abril vistió y que prefiguró todo aquello que sus actos, a lo largo de 20 meses, confirmaron: la tragicomedia de un hombre que supo perderse en los laberintos del poder, que acató el conformismo inane que le impusieron las fuerzas políticas de siempre y que nunca pudo estar a la altura de las palabras que él mismo pronunció el día que empezó su gobierno de vodevil. De allí que me cause tanta risa su “misión cumplida” dicha al término de su mandato, como si hubiera descendido de una victoriosa nave en plan Top Gun. Solo puedo entender esa frase si la relaciono con aquella que fuera pronunciada por el personaje de El hombre del traje gris, Tom Rath, quien lánguido aceptaba: “Puede que no sea capaz de cambiar el mundo [en el caso de Palacio, más modesto, el país], pero sí puedo poner al menos mi vida en orden”. De vuelta a la cardiología y a la cátedra, puede que Palacio sí cumpla una misión que, como Presidente de la República, fue fallida por insulsa. En ese propósito le deseo mucha suerte, señor undécimo ex presidente vivo de la República del Ecuador.