A la izquierda le ha ido bastante bien en el Ecuador desde el retorno al régimen constitucional. Basta una rápida revisión de los resultados electorales de estos veintiocho años para comprobar que cuatro de los siete presidentes elegidos se han situado en esa tendencia o por lo menos han llegado al gobierno con el apoyo de algún sector de ella. Jaime Roldós ha sido reconocido como parte de esa corriente a pesar de que había hecho su vida política en el partido populista más antiguo del país. Rodrigo Borja se ha colocado siempre hacia el lado izquierdo del centro aunque muchos de sus vecinos le nieguen la carta de legitimación. Abdalá Bucaram, ni por asomo izquierdista, ganó con el apoyo de esa tendencia e incluso algunos de sus destacados dirigentes ocuparon cargos de importancia en su gobierno (entre ellos el ahora futuro ministro de gobierno). Lucio Gutiérrez, derechista de toda la vida, llegó a la presidencia por obra y gracia de los indígenas y de los movimientos sociales.

Sin embargo, con excepción de la administración de Rodrigo Borja, la izquierda no ha gobernado por sí misma en todas esas ocasiones. Si durante todo este tiempo ha sido un factor importante para el triunfo electoral pero ha pintado muy poco en el ejercicio gubernamental, entonces algo ha andado mal. Es probable que la explicación se encuentre en tres características que comparten los grupos que la conforman. En primer lugar, en su debilidad en términos organizativos, que los convierte en la suma de individualidades –muchas de ellas brillantes- antes que en partidos sólidos y con raíces en la sociedad. En segundo lugar, en el encierro en viejas concepciones, que cargan entre todos como un pesado fardo ideológico que cierra el paso a la renovación de ideas y de propuestas, tan necesaria en el momento de gobernar. Finalmente, como resultado de las dos anteriores, en la profunda brecha que se abre entre su accionar social y su desempeño político.

Así, las diversas agrupaciones de esa tendencia han tenido gran capacidad para influir en la orientación de la política nacional y para colocar puntos de importancia en la agenda, pero han sido cero a la izquierda (nunca mejor dicho) al enfrentar las responsabilidades del gobierno. Se podrá culpar a los otros, a quienes se han aprovechado de estos sectores para después excluirlos, lo que puede tener mucho de verdad pero es insuficiente como explicación. Los problemas de fondo están en las tres características señaladas antes, a las que ahora deberán enfrentar mientras hacen gobierno. Es una tarea que no le corresponde a Rafael Correa –que, cabe recordar, viene de un pasado de boy scout y de catequista, mas no de militante orgánico-, sino a ese gran número de agrupaciones que reivindican ser parte de la tendencia. El sistema político ecuatoriano necesita una izquierda fuerte y sintonizada con los tiempos, que podría nacer –si entiende cabalmente esa necesidad– desde el ejercicio gubernamental directo y sin intermediarios, o fracasar estrepitosamente si no comprende el momento, las circunstancias y las responsabilidades.