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Este lunes 14 de agosto un número reducido de moradores de las urbanizaciones La Floresta y la Pradera 1 y 2 protestaron contra los cambios que introdujo en el sector el funcionamiento de la Metrovía. 

Los reportes de prensa coinciden en señalar que la protesta se ejecutó de manera pacífica y que los motivos para su realización eran atendibles. La protesta duró, sin embargo, solo unos pocos minutos porque de inmediato irrumpieron en la escena miembros de la Policía Nacional para rociarle gas al grupo, golpear a los hombres que intervenían, destruir la evidencia de su agresión y detener a cinco personas, incluidos dos periodistas. El propio jefe del Comando Guayas de la Policía Nacional, Víctor Hugo Cózar, reconoció ante la prensa “los errores de procedimiento de un oficial”. De acuerdo con su lema (que hay que leerlo para creerlo) la Policía Nacional es ‘Mucho más que un buen amigo’. Debo entender que esa presunta condición de amistad no implica en absoluto el perdón para la sanción a los oficiales que cometieron abusos en la represión de la protesta.

Lo dicho en el párrafo anterior se fundamenta en razones de estricta equidad porque, para quienes fueron detenidos en la protesta, parece que no existe perdón alguno. El propio presidente de la Fundación Metrovía, Federico von Buchwald, con dudosa agudeza, ya los sentenció: “Quienes sean detenidos por paralizar la Metrovía deberán comprarse un libro muy grande porque pasarán mucho tiempo en la cárcel”. La frase es enfática en criminalizar la protesta; el comunicado de prensa que la Fundación Metrovía publicó en El Metro de Guayaquil no dudó en calificarla como acto “incivilizado y delictivo”. Las tres personas que se mantienen detenidas (los dos periodistas ya fueron liberados), Roberto García, Olmedo Malagón y Jorge Gilbert, enfrentan una eventual condena de seis a nueve años de cárcel por la comisión del delito de sabotaje a los bienes públicos.

Y, sin embargo, la protesta cabe entenderla no solo como un acto criminal sino como una forma de expresión pública del descontento en relación con un servicio. La protesta, siempre que sea pacífica (como en este caso), no es acto que merezca reproche ni sanción penal porque es un acto que se ejecuta bajo el amparo de un derecho fundamental de toda sociedad civilizada, cual es el derecho a la libertad de expresión.  Esta idea puede parecer extraña en países (como el nuestro) con graves tendencias autoritarias donde todo sesgo de disidencia suele malinterpretarse. Pero en países más liberales y con sólida institucionalidad, como es el caso, digamos, de Estados Unidos, esta noción de protesta está plenamente consolidada en la jurisprudencia de sus cortes (pueden consultarse como ejemplos a quienes les interese –atención señor Fiscal– los casos Schneider v. State, Adderley v. Florida o United States v. Kokinda). En nuestro idioma, una de las cabezas jurídicas más lúcidas del continente, el argentino Roberto Gargarella, ha fundamentado ampliamente este punto de vista; como botón de muestra puede consultarse la liga http://www.lava ca.org/seccion/actualidad/0/53.shtml donde el análisis que hace Gargarella de la situación argentina puede perfectamente interpretarse en clave ecuatoriana.

Así las cosas, cabe desear que se asimile de sociedades como la estadounidense no solamente la arquitectura de Miami sino las ideas que forjaron su Estado de Derecho y fortalecido los cimientos de su sociedad.  La “civilización”, como gusta llamarla la Fundación Metrovía, no se construye sobre la base de una imposición sino sobre las posibilidades de escuchar las voces disidentes. Ojalá que este caso constituya un ejemplo de que en esta ciudad puede adaptarse no solo la forma sino el fondo de las cosas y que pueden privilegiarse las ideas y el debate público en torno a ellas por sobre la imposición de una noción de orden público que acalla la disidencia. Dicho sea esto en nombre del derecho a la protesta, que la Constitución ampara.