Por supuesto, Pepe Gómez, el cura de la Ferroviaria, único, enjuto y soñador. Se nos ha ido poco a poco, sin hacer ruido, a bocados, como los cerros vecinos de su antigua parroquia, testigos mudos ellos de las tantas mordidas y tarascadas que Pepe tuvo que encajar.
Un día le dio por soñar, dejó de lado el amor de la mujer que junto a él iba para madre, y se fue para Chile, al seminario, a seguir soñando alturas, como los cóndores. Su sueño le indujo a dejar de lado un futuro a todas luces brillante, ya hechos los primeros pinitos en política, –¿secretario particular de Velasco Ibarra?–, su bienestar, una casa, un bufete. Y se hizo cura. ¡Cura soñador!
Nos conocimos en muchísimas ocasiones puntuales. Él era nuestro páter senior, sereno, espiritual, comprometido con los más desposeídos. Sus eucaristías en la Ferroviaria eran un reclamo para muchos cristianos inconformes. Lo apresaron con un puñado de obispos latinoamericanos en Riobamba, porque manejaban planes subversivos y estaban en posesión de armas, prontos a un levantamiento. ¡Pero si Pepe apenas si era capaz de manejar una hoja para afeitarse! Y siguió soñando. Un día le dijeron que el nuncio de turno se expresaba peyorativamente de él, y que afirmaba que a Pepe Gómez se le había escapado el episcopado, entre otras cosas, porque Pepe gustaba cambiar el canon de la misa. ¡Qué va! ¡A Pepe lo que le interesaba era cambiar un mucho a su madre, la Iglesia, que idolatraba, y la injusticia, y la pobreza, y la salud de su pueblo, su analfabetismo! Y seguía soñando. Otro día se sumó con otros tres sacerdotes a la huelga de hambre organizada a nivel latinoamericano por los exiliados chilenos, arrojados por la policía de la Catedral a pedido superior, y acogidos en la Casa de la Cultura del Guayas. Y el réspice de parte del pastor. Y siguió soñando. Se unió al grupo de trabajadores de la cervecería en la plaza de San Francisco, ebrio él de sueños evangélicos. Nuevo enfado en la curia. Y Pepe siguió soñando. Le ponían en solfa, le criticaban números enteros de su hoja parroquial, y él seguía en sus sueños y utopías.
Pepe, ¿cómo ha sido el encuentro en la casa del Padre con Leonidas Proaño, tu pana del alma, otro divino soñador, obispo de los indios? Y él te ha llevado hasta el Señor Jesús, y os habéis dado los tres un abrazo cálido y más grande que el Tungurahua.
No despiertes ahora de tus sueños, Pepe, y a ver si haces allá arriba, digo, unas comunidades de base chéveres, contestatarias, respetuosas y amables. Y sigue escribiendo tu hoja parroquial para los que aún creemos en sueños y utopías.