Recurrentemente, la política ecuatoriana saca un esqueleto del ataúd, lo pone a caminar y, cuando ya se ha convertido en zombi que la amenaza, lo vuelve a matar. A buena parte de los peores personajes del país se les ha financiado ese viaje desde el más allá al más acá, para finalmente tratar de obligarles a volver al origen cuando ya comienzan a perder el olor a cadáver. El problema es que, como en mala serie de televisión de sábado en la tarde, una vez que han revivido parece que se vuelven inmortales. Basta recordar el triunfo de Assad Bucaram inmediatamente después de que la dictadura decretara su defunción política, o la exitosa carrera de su sobrino Abdalá desde que lo recuperaron de su primera muerte panameña. “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, dicen que dijo Zorrilla cuando aún no existía el Ecuador.

Para no perder la costumbre, en los últimos días se ha repetido el rito de revivir-asesinar cadáveres políticos. Primero fue el Gobierno que, con su proverbial ingenuidad, le puso en la cárcel al pobre individuo que tenía como destino el olvido. En lugar de dejarlo con ese castigo que ningún político quiere merecer, le permitió tener el protagonismo que nunca habría logrado por su propia cuenta ni aunque hubiera intentado dar otro golpe de Estado como es su costumbre. Después fue la decisión de los dueños de la justicia, que decidieron que era el momento de ponerle a caminar para ver si quitaba votos a alguien, dividía a otros y molestaba a unos cuantos. Al final, cuando sintieron que el fantasma había cobrado vida propia y que se les podía ir de las manos, desde el TSE apretaron las riendas y decidieron que debían matarlo nuevamente. Ahora, desde su condición de muerto en vida, tendrá dos largos años para sostener que fue objeto de persecución por el terror que producía su candidatura. Así, el muerto puede darse el lujo de gozar de mejor salud que la que habría tenido si se lo hubiera dejado que viva su intrascendente vida de ex presidente.

Es inexplicable que se haya llegado a una situación como esta, si todo se podía solucionar con la simple aplicación de la Constitución. Lo único que procedía como consecuencia del derrocamiento de Gutiérrez era su enjuiciamiento político y penal por las rupturas constitucionales del 8 de diciembre de 2004 y del 15 de abril de 2005 y por la utilización de bandas armadas para enfrentar las protestas callejeras. Es obvio que, por la fragmentación del Congreso, era prácticamente imposible desarrollar el juicio político, pero el penal podía y debía plantearlo cualquier partido político o cualquier organización social, de las muchas que participaron en los hechos de abril. Era la única solución constitucional, no para matar a un cadáver, sino para enterrarlo junto a sus prácticas golpistas, autoritarias y antidemocráticas. En lugar de ir por esa vía, se buscó tenerlo a mano para lo que se pudiera ofrecer y matarlo cada vez que sea conveniente.