Después de boicotearse, entramparse y contradecirse unas siete veces durante diez meses, el Gobierno por fin ha enviado algo parecido a una propuesta de reforma integral al sistema electoral. Pero tanto tiempo no pasa en vano, especialmente para un gobierno de corta duración, y tantos titubeos no pueden hacer otra cosa que dejar huellas profundas en la confianza de quienes apoyaban las reformas y de quienes deben tratarlas. A estas alturas, cuando no hay señales de que los forajidos puedan volver a las calles, los diputados pueden darse el lujo de ni siquiera mirar de reojo al paquete enviado por el Ejecutivo. El Gobierno gastó el poco tiempo que tenía y el apoyo social con que contó al inicio de su gestión para hacer la única cosa importante que en términos reales podía efectuar en su debilidad. Ahora es tarde y ya no existen las condiciones que estuvieron presentes al comienzo, de manera que la reforma deberá quedar para mejores momentos. De acuerdo a la experiencia reciente, esto puede significar que será necesario esperar a la caída de otro gobierno para que vuelva la preocupación sobre el tema.
A esto debe sumarse la confusión que existe acerca de los cuerpos legales a los que apuntan las reformas. El Gobierno las ha planteado únicamente como cambios a las leyes de elecciones y de partidos, así como expedición de nuevas normas, pero es evidente que muchas de las propuestas entrañan reformas a la Constitución. Un ejemplo en este sentido es la utilización de distritos electorales, que a pesar de que se ha hecho un híbrido indigesto con la elección de diputados provinciales, no deja de ser una reforma constitucional. Por consiguiente, suponiendo que el Congreso diera paso al debate, primero sería necesario que se tome unas cuantas semanas para determinar el carácter o el nivel de cada una de las reformas, y solamente después de que eso quede claramente establecido podría entrar al proceso de reforma propiamente dicho. A su vez, estaría obligado a comenzar por la apertura del candado, con todo lo que eso supone en cuanto a plazos y voluntades.
Para añadir puntos en contra de la viabilidad de la propuesta gubernamental, hay que recordar que no existe un interlocutor válido y legítimo ante el Congreso. El Ministro de Gobierno no solo tiene mal cartel con los diputados y con los partidos, sino que por propia confesión se sabe que no estuvo al tanto de los contenidos de las reformas. Más bien él anticipó que enviaría sus propias propuestas, distintas a las que aprestaba a presentar el Presidente, lo que además de la carga folclórica deja mucho para pensar acerca de algo tan elemental como es la conversación frecuente entre miembros de un mismo equipo. Entonces, es muy poco lo que se puede esperar. En el mejor de los casos, el Congreso establecerá una fórmula de asignación de escaños y retocará la ley que determina los montos del gasto de campaña sin cambiarla en su fondo. Mientras tanto, la reforma puede esperar pacientemente.