No sé si debo llamar coincidencia a las presencias artísticas en Quito del colombiano Botero y el mexicano Cuevas, porque de algún modo algo me dice que no hay tal. En todo caso es, sin duda, el hecho más destacado, culturalmente hablando, en estas últimas semanas.

De sobra conocidos en el campo internacional del arte, es indiscutible que las obras de Fernando Botero y José Luis Cuevas son, hoy por hoy, altamente apreciadas por museos y coleccionistas. Son casi, me atreveré a decir, las figuras emblemáticas del arte latinoamericano actual, pues la muerte de Matta significó, también, la retirada de la generación anterior y el vacío entonces generado está otra vez cubierto.

De Botero se presentan pinturas y dibujos, aun cuando su trascendencia la determina la escultura, mientras de Cuevas dibujos, que es básicamente lo suyo.
Pero ambos han coincidido en lo temático, es decir en una preocupación más puntual por el ser humano de este continente.

Siempre hubo un denominador común entre los conceptos artísticos y las obras de ambos, que no fue otro que una persistencia expresionista de viejo cuño, pero mientras en Botero ese expresionismo fue amable y teñido de cierto hálito de lo maravilloso que puede reconocerse en sus múltiples personajes, animales y objetos placenteramente gordos, en Cuevas prevaleció una violencia interior que las más de las veces se desnudó exteriormente, en que lo ácido, lo crítico e irónico mezclaban fuerzas y alcanzaban con facilidad connotaciones caricaturescas.

Botero se remite a una situación concreta de su país, ejemplificada en las familias y personas que por causas de la lucha armada tienen que abandonar sus tierras y casas en obligado éxodo. La determinación temática, sin embargo, no le obliga a renunciar a lo que ya es característico de su visión plástica: los tonos claros, casi neutros, que en sí rehúyen confrontación u oposición beligerante, de colores que enuncian una cierta amabilidad de la vida, aun cuando esta pueda presentarse desdichada y hasta amarga por el desarraigo que implica.

Cuevas, en cambio, continúa analizando diversas situaciones que enfrenta el ser humano, esta vez en relación con las violencias sobre él o con las que este ser pueda generar, en que lo cotidiano puede volverse pesadilla y lo irracional un hecho de hábito. Para esto se apoya en un dibujo de línea contundente por la extrema naturalidad del trazo, que le permite recrear escenas con cargadas y en algunas obras irrespirables atmósferas. Como un director teatral, dispone a sus personajes para que fielmente respondan a sus propósitos.

Ambas muestras pueden verse como un tomarse el pulso entre dos artistas que, pienso, aspiran en lo íntimo suyo a lo mismo: un hipotético número uno en una también hipotética tabla categorial sobre el arte de este lado de América, aun cuando ignoro si en el caso de Fernando Botero fuera un pensamiento previo, ya que así da a pensar la doblemente inesperada decisión de Cuevas.

Hay naturalmente otros artistas y obras trascendentes que con legitimidad pueden enfrentarlos, entre ellos dos ecuatorianos, Tábara y Viteri, como podría mencionarse a Iannelli, de Syszlo, etc. Se dirá que de eso no se trata. Cierto, pero no es menos cierto que para algunos artistas es un sueño posible, o imposible, según se mire, alcanzar este reconocimiento internacional.