El morboso deseo de saber lo que se habla en la ajena intimidad y husmear en los canales privados del prójimo perpetrando en el derecho ajeno ha llevado la dignidad de nuestro país a los más bajos niveles de deshonra.

Lo que la prensa ha puesto al descubierto no nos debe sorprender. Es el resultado de una cultura mediocre. Una forma de vida plasmada en los ratings de programas de televisión que pasan por la comedia del vulgar “remedo” chismoso, hasta la puesta en vitrina de lo que sucede a un grupo de humanos que fuera de su hábitat natural convienen en tener coito con la curiosidad de otros, que pegados a la pantalla de televisión penetran en el show de poner al desnudo los instintos.

Así ha funcionado la humanidad y tampoco es sorpresa; pero, sin duda en este siglo, en el que las comunicaciones nos permiten meter las narices donde no nos incumbe, la tentación es aún mayor. Sucumbimos ante la curiosidad y ante la posibilidad de quedar impunes en la violación al derecho a la intimidad.

Equipos sofisticados que tientan, que acarician el morbo, lo excitan y lo elevan al máximo de expresión, hasta terminar usándolos para aumentar el poder sabiendo lo que hacen y hablan los demás. Pues, no hay poder más fuerte, a más del dinero, que tener información de lo que hace el resto.

Un poder ilegítimo e inhumano que tiene como objetivo chantajear, manipular y hasta extorsionar. Nada nuevo, ¿verdad? ¿Y la Policía Nacional?, ¿cómo responderá ante lo que la prensa está descubriendo? ¿Seguirá diciendo que no tiene artefactos para intervenir teléfonos? ¿O hará un examen de conciencia y se autodepurará? ¿O, vengativamente, castigará a los denunciantes? Estaremos a la espera porque en este país solo contamos con la certeza de las traiciones por el poder. Y esto se trata de poder.

¿Y nosotros?, ¿las y los ciudadanos, qué hacemos al respecto? ¿Nos quedaremos callados por temor a que se publique alguna conversación que comprometa nuestra intimidad? ¿Nos dejaremos llevar por la sensación estéril que como no podemos cambiar al mundo mejor guardamos silencio? ¡Es mejor!, pensarán algunos. Pues, al fin de cuentas vivimos del escándalo y nadie quiere pagar ese bochorno, más aún sabiendo que no hay justicia para quienes escupen la honra de los demás. Y eso es lo más grave. Tan grave como es no tomar conciencia de que hemos colaborado con una sociedad moralista que castiga con más fuerza a los desaciertos sexuales que a los autores de la violación de los derechos humanos; porque nos hemos acostumbrado a votar por los hombres ebrios de poder que manchan la imagen del otro con tal de coronarse en la ruta política; porque nos entusiasma el más fuerte, el que insulta, el que dice una mala palabra, el que roba pero lo hace con “estilo”.

¿Cuánto hemos perdido en dignidad dejándonos llevar por estar dispuestos en entrometernos en la privacidad del “otro”?, ¿en aplaudir cuando el más grande se come al más pequeño. ¿Cuánto? Mucho. Demasiado.