Entre las múltiples sugerencias dadas para mejorar la institucionalidad en el país, así como para sustentar nuestra débil gobernabilidad, se encuentra aquella que aconseja introducir ciertos elementos propios de los sistemas parlamentarios en lugar del presidencialismo, llegando a figuras mixtas llamadas semiparlamentarismo o semipresidencialismo, dependiendo del nombre que guste más. En la práctica, lo que se sugiere es la cohabitación del presidente con un jefe de gobierno con responsabilidad parlamentaria, con capacidad decisoria en ciertas políticas de gobierno y removible de acuerdo a ciertas circunstancias.

De acuerdo a la teoría política y al ejemplo de países que han adoptado con éxito tal sistema –Francia es el más conocido–, se argumenta que se eliminaría la “sobrecarga de demandas acumuladas en la figura presidencial”; lo cual puede ser muy cierto. Pero para que aquello ocurra, especialmente ante la perspectiva de que el Congreso asuma la gestión y formación de algunas políticas públicas, sería imperativo que la Función Legislativa haya mantenido un nivel de respetabilidad y adhesión popular que permita dar cierta coherencia y lógica a la propuesta a implementarse. En otras palabras, sería imprescindible que no exista un desprestigio generalizado del Congreso frente a la opinión pública y que más bien esta considere a tal Función, como uno de los pilares básicos y fundamentales de la vivencia democrática.

La misma teoría política que recomienda el sistema mixto es muy clara al señalar las grandes dificultades que acarrearía su introducción, en países en los cuales la percepción popular manifiesta sus objeciones respecto de los resultados de la gestión legislativa. Por supuesto, esa misma teoría no contempla la posibilidad de que, en un escenario democrático, la función parlamentaria cuente con menos del 5% del respaldo y credibilidad popular y que, más bien, mucha gente clame abiertamente por la disolución del Congreso, tal como acontece en estos momentos en el país. Por eso es que, al menos en cuanto a su aplicación, la teoría del sistema semiparlamentario encontraría grandes dificultades al constatar el generalizado rechazo que despierta el Congreso Nacional en la conciencia colectiva, con mayor razón cuando tal percepción se ha mantenido inalterable con el paso del tiempo.

El problema principal es, justamente, la continuidad del desgaste legislativo a través de los años, pues si el desencanto fuese coyuntural, si se pudiese esgrimir que solo el Congreso actual es el que ha adolecido de fallas y omisiones graves, entonces podríamos encontrar esperanzas de cambios relevantes y positivos en el futuro. Mas, hay que reconocer que episodios como los bochornosos sucesos de Lima simplemente engrosan un nutrido repertorio de dislates y errores que han convertido, hace algunos años, al Congreso Nacional en una caricatura institucional. El problema legislativo es complejo, profundo y estructural y eso o no lo vemos o preferimos no verlo. Por eso es que cuando hablamos de semiparlamentarismo y otras figuras novedosas, me pregunto si acaso la ficción no está invadiendo nuestra expectativa de cambio.