No oculto que estoy muy motivada por el aniversario del Quijote. Calculo que estaré pronunciándome sobre el tema muchas veces a lo largo del año porque creo en que una insistencia pertinente, puede sembrar más interés sobre la novela, en nuestro medio. Pero yo tengo una relación con ese texto de larga data. Y como me he pasado los recientes tres años en proximidad constante, me saltan las citas y las analogías con la vida, al estímulo adecuado.
Porque así como “ladran los perros, Sancho, es señal de que avanzamos” no figura entre las líneas de la novela y la celebérrima frase se la ha estado atribuyendo a la pluma de Cervantes, hay otras muchas que sí brotan de la inagotable gracia de su estilo. Y una de ellas tiene que ver con la risa. Dadas las circunstancias nacionales de conocimiento general, me he puesto a pensar en aquello de que “es mucha sandez la risa que de leve causa procede”.
Repetidos consejos de esos que se proponen impulsarnos al buen vivir, nos recomiendan reír. Va de por medio desde el ejercicio muscular del rostro hasta la distensión emocional que proporciona. La cara que relaja sus rictus cotidianos –macerados en la preocupación e inseguridad de cruzar con paso angustiado por la vida–, en la playa de una expresión plácida, por no decir, contenta, nos es planteada como ideal. La faz sonreída conquista amigos, se nos dice, incita al cliente a quedarse con el producto que le ofrecemos, nos deja al solicitante puertas adentro y figuramos como buenos anfitriones. Y mucho de esto debe ser cierto porque cada uno puede hacerse el test y revisar cómo se siente ante la expresión austera o sonreída de su dialogante. Hasta los ortodoncistas sostienen su trabajo en el convencimiento de que los rostros que exhiben dentaduras, sin resistencias –bien hechas, se comprende– son mejores herramientas de convivencia.
Aparte de esto hay cierto culto fácil por la risa que va de acuerdo con la edad y hasta, diría yo, con algún clavo suelto de la inteligencia. Por eso, los adolescentes se ríen tan fácilmente –de tonterías, la mayoría de las veces– y los humoristas que se derraman en brillantes y ocurridas páginas, son, en la vida, personas serias y silenciosas. En la Edad Media se llegó a pensar que la risa era indigna del ser humano porque sus muecas nos igualaban a los simios y porque los Evangelios jamás recogieron el testimonio de alguna risa de Cristo.
Pero hay risas y risas. Cervantes, por boca de Don Quijote, arremete contra la hilaridad sin causa válida, contra la carcajada vana, que por estúpida reduce a su emisor en lugar de ofender a quien la provocó. Al fin y al cabo se trata de una operación de la inteligencia, de una fulminante disquisición que decide qué es lo verdaderamente gracioso y humorístico. Por eso el adjetivo de payaso cuando se quiere insultar, siempre me ha parecido un error y una denigración a la noble profesión de los artistas de la comedia circense.
Pensando en la lucidez de la risa oportuna, creo que el espectáculo que hoy nos ofrece el Gobierno nacional, no es digno de risa sino de repugnancia.