Lo que nace torcido, difícilmente se endereza en el camino.

Si la Agencia de Garantía de Depósitos escondió, desde sus inicios, bajo un nombre tan filantrópico, un interés particular: salvar al Filanbanco, lo que ha hecho en estos años ha sido servir a algún otro interés particular.

La memoria ya no retiene la sucesión de denuncias que los directores que se han turnado en la AGD han formulado sobre sus antecesores. Es una larga cadena de irregularidades para deshacer deudas, sobrevalorar papeles, corromper la práctica del fideicomiso. Hasta que, finalmente, se ha convertido, con Carlos Arboleda, en una trampa para cazar enemigos políticos. Esa parece ser la única misión de Arboleda, utilizar las listas de la AGD para acallar a la oposición.

Una de las manifestaciones del totalitarismo es precisamente esa: utilizar el aparato del Estado por más allá de su misión específica para acallar los desacuerdos.

Arboleda no tiene rubor. La verdad es que nunca lo tuvo, ni siquiera cuando desmontó las políticas petroleras y provocó una de las crisis mayores del sector. Finalmente, pasar de ser jefe de servicios generales (léase choferes) en el Banco del Estado, a responsable del principal recurso del país, no es fácil. Él cumple órdenes de perseguir por medio de las listas de deudores a quienes se expresen contra el régimen. Y punto. La suya es una lectura perversa de la moral pública.

Las vinculaciones políticas que generaron la crisis financiera de 1999, que la gestionaron y que, finalmente, la diluyeron a través de la AGD, aprobada por una mayoría compuesta por demócratas populares y socialcristianos, continúan ahora. La Agencia no sirve como mecanismo para cobrar deudas a las que se llega por vericuetos y pasadizos secretos, ni garantiza tampoco depósito alguno. La gestión de Wilma Salgado, lamentablemente no pudo ir más allá de espantar a unos cuantos deudores, aunque dio un paso fundamental: desmontar el secreto de las deudas. Pero desde entonces, Bolívar González ensayó la fórmula de construir, develando los secretos, su imagen pública. Corrompió el intento de Salgado. Y ahora continúa corrompiéndolo Carlos Arboleda.

Por su parte, el presidente Gutiérrez no tiene nada que ver en el asunto. Tal vez la mejor estrategia fraguada por su entorno político ha sido, precisamente, convertir las debilidades del mandatario en sus fortalezas. Si llegó al poder sin saber nada, ignorando en absoluto la gestión del Estado, hoy esta ignorancia lo coloca más allá de las arbitrariedades de sus subalternos. Sigue sin saber nada de las cortes, sin saber nada de la AGD, sin saber nada de las mayorías en el Congreso, no sabe nada de contramarchas ni sabe tampoco en dónde campea la corrupción; y ese no saber nada le deja las manos limpias para proteger, desde la cúpula del Estado, el uso del aparato estatal para perseguir, para amedrentar, para atentar contra sus opositores.

La ignorancia le ha puesto por más allá del bien y del mal.

De modo que Arboleda puede seguir utilizando el aparato estatal con un espíritu arbitrario, totalitario, vengativo, mientras Gutiérrez convoca a los diálogos y las reconciliaciones.

Gutiérrez ha inventado la categoría de los testaferros políticos.