Un pronunciamiento sobre la reciente obra de García Márquez que no dé cuenta de sus méritos literarios sería incompleto. Por eso vuelvo sobre el tema que abrí la semana anterior. La lectura de género que hice a Memoria de mis putas tristes no me ciega para evitar las cualidades literarias que tiene la obra y que sumergen al lector atento en los placeres no comprometidos de la maestría del lenguaje, del dominio de los intríngulis de la narratividad.

Sostener que Gabo sabe contar, es una verdad de Pero Grullo. Pero dan ganas de repetirla cuando el mero avanzar en las líneas de una historia de su autoría fluye en el río envolvente de su estilo: no se trata de una cuestión de número de páginas –la comparación vale para cuentos, novelas y hasta reportajes y artículos– o de índole del texto.
Las conexiones que provoca su manera de escribir participan del resuello humano, en cierto sentido del ritmo, y de la sintaxis de la vida, en la deslumbradora manera de colocar una palabra tras otra. Al mismo tiempo que maneja armonías, nos empuja hacia virajes, caídas, sorpresas.

Nadie como García Márquez para precipitarnos, gozosos, al diccionario en pos del término que ilumina, como una gema, la frase más común, el giro más cotidiano, consiguiendo combinaciones que en otra pluma serían forzadas, completamente artificiales. Leer “sabaneaba la casa buscando los espejuelos” o “dentro de mi atuendo de filipichín” para significar que se movía dentro de las estancias como en una sabana enorme y que estaba vestido de manera tan retocada que resultaba afeminada, me regocijan por su gracia y sus alcances semánticos. Así podría dar una lista enorme de ejemplos.

Una historia se puede contar de muchas maneras, y eso lo saben los jóvenes talleristas, buscadores de la milagrosa estructura que renueve la manida cronología de los sucesos. García Márquez narra en zigzag, yendo y viniendo de los hechos a las evocaciones, del presente a los recuerdos, de las asociaciones a las premoniciones, en un tiempo sicológico tan fuerte que se impone por encima del tiempo real. Nos convence de que calendario y reloj internos gobiernan más la vida que las precisas hojas del almanaque Bristol. Nos lleva de la mano a identificar cuál es nuestro tiempo propio en la medida en que vivimos junto a sus personajes.

Cuando Gabo describe un ambiente cruzamos “los arcos de estuco”, caminamos sobre “los pisos ajedrezados de mosaicos florentinos” de su preferencia y experimentamos hasta la saciedad el calor, ese calor de las penumbras ardientes, “donde las chicharras pitaban a reventar” y donde una chiquilla aparece “ensopada en un sudor fosforescente”. Tal es el poder recreador de quien ha agrandado el mapa de América con su Macondo y ha poblado de aldeas, villas y ciudades imaginarias –en la medida en que no han sido signadas con nombres específicos– sus historias.

Una discípula, buena lectora, me quiere hacer pensar en que en esta novela su autor reivindica a las prostitutas. Que las pinta en su humanidad, en sus contradicciones. Yo me quedo con la aguda conciencia del envejecimiento y de la muerte que acusan sus páginas.