La última novela de Guido Jalil, El imperio del infierno, editorial Paradiso, 2004, nos ha sorprendido por algunos motivos. Es, debo decirlo de una vez, una sorpresa agradable, tratándose sin duda del mayor de los textos de este escritor hasta ahora.

El tema no es casual y tampoco gratuito para esta novela, y si un tema es de importancia relativa para un texto en la medida en que cualquier tema puede desarrollarse novelescamente, los hay que por su relación temporal con un presente resultan extremadamente próximos y propios.

En el presente caso es el del secuestro guerrillero, paradoja y pesadilla en Colombia actualmente.

El imperio del infierno, sin embargo, no es una novela en sentido estricto política, o solo de manera indirecta lo es. Como toda ficción, pese al tema, crea su propia realidad a partir de la otra, la cotidiana, en la que se basa y a la que se acerca imitando su horror y su locura.

Jalil mira en sus novelas a Colombia, país en el que viviera largos años, sobre todo mira a los seres y regiones del norte caribeño, a los que se adhiere en memoria y melancolías. Allí centra el argumento de este texto, siendo Cartagena y sus alrededores el eje referencial en tiempo y espacio.

El secuestro de un personaje que tiene a la vez de mítico y de real es el detonante para la aparición de otros personajes que conforman una especie de cortejo en la voz del narrador-escritor, voz impersonal en principio, pero personal aun en la selección e inclusión de algunos recortes de prensa.

Jalil narra con placer indudable las historias de esos personajes y aun la del jefe guerrillero, y si risueñas unas y terribles otras se enlazan en una cierta verosimilitud que juega con lo real y su opuesto. Son seres que emergen de una ficción para regresar a ella, pero en ese tránsito se muestran  desolados y atrapados en el recuerdo y el presente.

El lector no puede menos que pensar que lo ficticio se nutre de lo real hasta subordinar la realidad a la ficción. El personaje secuestrado, inclusive, así lo intenta para olvidar su condición de prisionero. Conversa consigo mismo y con un invisible interlocutor en una especie de parlamentos con consistencia de monólogo interior, mientras de igual modo el personaje que emprende el viaje portando el dinero del rescate observa y piensa su vida y la de quienes son sus próximos con la duda de si podrá cumplir su misión.

Esta historia y las, como una urdimbre, tejidas alrededor, serían banales y patéticas si no fuera por la fuerza narrativa de un lenguaje que configura un estilo. Es la virtud de esta novela y el logro superior de Jalil. Si el lector disfruta con este uso es porque el autor disfrutó antes, y con razón. Su escritura es densa por acumulativa, pero es también ágil, irónica, a veces atrapada por dolor y cólera; recia y contundente, es también impetuosa y seductora.

Jalil no indaga los motivos de esta violencia y sus secuelas. La constata y por supuesto la condena. Y si antes dijimos que no es una novela política sino de manera indirecta es porque una acción irresoluta en lo histórico alcanza una dimensión de absurdo en lo cotidiano.

Pero, sobre todo, este es un texto que invita sin más a ser leído.