La máxima periodística de que la noticia no es que un perro muerda a un hombre sino que un hombre muerda a un perro, esta vez no se cumplió.

Con amplio despliegue, los medios de comunicación hablaron sobre el ataque de una jauría que victimó, en distinto lugar y en distinto tiempo, a una mujer y a un niño. Ambos tenían una sola cosa en común: la pobreza.

En este país al revés, poco a poco los perros van convirtiéndose en los dueños de las ciudades, de los espacios, de las vidas. Su presencia es cada vez más gravitante y se van entronizando en los hogares como centro de todas las preocupaciones, de todos los desvelos, de todos los derechos.

Para ellos se construyen guarderías, hoteles de cinco estrellas, moteles, spas, peluquerías a cargo de estilistas graduados en el exterior, y a su alrededor se gesta toda una amplia gama de tiendas especializadas en comida dietética, ropa y chucherías.

A la profesión de veterinario se ha sumado la de los psicólogos caninos, encargados de despojar a los perros el trauma que les causó un destete prematuro o el descubrimiento, ya en la edad madura, de que, aunque poseedores de un impecable pedigrí, son unos hijos de perra, condición que les obliga a acudir a costosísimas terapias para, según la terminología de moda, mejorar su autoestima.

Elevados a la condición de protectores de la honra y los bienes de las personas, con su sola presencia amenazante son los encargados de alejar los peligros que acechan a sus amos en una sociedad cada vez más violenta y cada vez más insegura. Pero son, también son, los emblemas de sus propietarios, que se ven reflejados en su impecable musculatura, en el brillo reluciente de su piel, en los vivos destellos de sus ojos y en el enorme poder de sus mandíbulas, capaces de destrozar a dentelladas todo aquello que osa ponérseles al frente.

Razas otrora amables han sido reemplazadas por unas cada vez más sanguinarias, sacadas de la probeta del odio y genéticamente programadas para el ataque.

Esas, justamente, fueron las que mataron a la anciana y dejaron postrado para siempre al niño.

Una anciana que apenas tenía dinero para subsistir, que nunca conoció la palabra psicólogo y que ni por asomo pudo pagar un veterinario que le diagnosticara sus padecimientos. Y un niño que masticaba ilusiones para saciar su hambre.

Ninguno de los dos escuchará más los ladridos furiosos, prepotentes, que resuenan en esta sociedad de hijos de perra, que deja que el hombre husmee su alimento en basurales,  permite que los niños deambulen sin orden ni concierto por la vida y tempranamente se inoculen de rabia, ese virus maldito que se transmite en la miseria y que terminará por explotar un día.