Un “corte de mangas”. Siempre se habla del guijarro que lanzado al agua provoca una onda expansiva. ¿Qué decir del hombre de mar que en salto alegre, confiado, toca fondo, de verdad toca fondo? Ramón Sampedro (Porto do Son, 1943-1998) era un albacea de la vida, un depositario, un amante leal. Siempre sintió que en aquel salto desde un acantilado, el 23 de agosto de 1968, que lo dejó tetrapléjico, había perdido esa preciosa custodia, se había hecho añicos esa arca. Era un joven tritón, un maquinista naval que operaba en el sistema cardiaco del barco, y que en los descansos leía libros con avidez. Su camarote era una biblioteca. Por lo demás, andaba siempre del ganchete de la vida. Había nacido para amar.

“Quiero la vida libre, no la encadenada. Para poder caminar por las calles del mundo abrazado a ella con deseo lascivo”. Todo lo que rescató fue el lenguaje para contar la pérdida. En esa premuerte que duró treinta años, hasta el 12 de enero de 1998, juró no traicionar a la vida. Es decir, acompañarla. No dejarla sola en ese lugar submarino que llaman Marca do Medo (Marca del Miedo). Eso fue lo que no quisieron entender quienes le cerraron el paso con muros de abstracciones. Él dio un segundo salto contra la resignación. Estudió códigos, legislaciones, pleiteó con valentía en castillo kafkiano. Su caso, explicó, no era Vida contra Muerte. Se trataba, con la eutanasia, de ejercer el primer derecho, “el derecho a una vida y a una muerte dignas”. Así era, así hay que ver a Ramón. No como un inválido lastimado en su orgullo, sino como un valiente activista de los derechos humanos. Su suicidio filmado fue un manifiesto histórico. Había leído mucho. También un poema de Rosalía que habla de la rabia final, ‘A xustiza pola man’. Cuando perdió toda esperanza en la Justicia, escribió con los dientes: “¿Por qué morir?... Un corte de mangas que democráticamente le hacemos al dolor, por amor a la vida”.

Escribir con los dientes. La almohada de Sampedro se convirtió en territorio libre para el ser humano. En algún momento habló del sueño de un “hijo anarquista” y esa criatura habitaba en la matriz de su boca. Ramón Sampedro escribía con los dientes. No es una metáfora. Mordía un palo que sujetaba el bolígrafo y era el propio empuje de escribir el que movía el rollo del papel. Cerbatana de palabras. Sílex que avanza en la piedra. Esa escritura es imborrable. Los versos de Cando eu caia (Cuando caiga) constituyen un lugar físico, una naturaleza alzada, el catastro de la verdad, su camposanto, donde no faltan los rótulos de ironía: “Santa Rita (...) lo que se da no se quita”.

La foto secreta. “Nada se pierde; todo lo que hemos visto permanece”. En los quioscos, sujeto con pinzas, Henri Cartier-Bresson. Sigue fotografiando desde el obituario. E incluso en esta última incursión trata de pasar inadvertido. Por ejemplo, ocupa gran parte de la primera página de The Guardian, casi siempre más (gráficamente) valiente. Es una imagen de 1954, tomada por Jane Bown. El fotógrafo es retratado mientras fotografía. Lleva sombrero y lentes, y su rostro está casi medio oculto por la cámara, como si esta fuera la verdadera difunta. En realidad, en el acto de fotografiar, la cámara forma parte de la anatomía. Así que, en parte, es verdad. La cámara también ha muerto. Pero su presencia entre las manos, ese protagonismo cómplice de la máquina, es lo que trasciende el acontecimiento. Juntos han desencadenado un proceso, una mirada, que no desfallece. Ocurre así cuando hablamos del arte con implicaciones. Los cuadros o fotografías que nos hechizan son aquellos que continúan revelándose en nuestro interior, con un efecto de oftalmoscopia. En otro cordel del quiosco de prensa, el actor Javier Bardem caracterizado como Ramón Sampedro. Esa cabeza sobre la almohada lo contiene todo. Y como toda obra maestra, está sin terminar. Nos habla. Nos mira hacia dentro. Así, en el quiosco, Cartier-Bresson fotografía a Sampedro para Mar adentro, de Alejandro Amenábar. ¿No es causalidad?
El tamaño de la caricia. Estamos tranquilos mientras no oímos nuestro cuerpo. Mientras no tenemos necesidad de oírlo ni de verlo, pues es el gran paisaje oculto, una posesión desconocida, de la que nos llegan noticias cuando algo estalla o se inquieta. Nuestra propia voz, dicha en soledad, escapada sin querer, resulta perturbadora como el gemido de la madera. Es una percusión interior, como la de los inmigrantes sin papeles, que, mar adentro, golpean en la clausura de un contenedor, almacenado en un carguero (In this world, la estremecedora película de emigración que habría entusiasmado a Sampedro). “Solo una enfermedad nos revela las profundidades de nuestro cuerpo”, escribió Cesare Pavese el 9 de noviembre de 1940 en su cuaderno de El oficio de vivir, preludio de otro histórico corte de mangas. El piamontés había reunido su poesía con el título Trabajar cansa. Cada uno a su manera, Pavese y Sampedro, fueron inmigrantes sin papeles por el territorio oculto del dolor. Desde allí, desde la premuerte, enviaron algunas magníficas exclusivas sobre el oficio de vivir. Telegrama de Ramón: “Todo está lejos, o no existe, si no se puede acariciar”.

El País, S.L.