Según Larousse, “es un hotel situado a orillas de las carreteras, especialmente dispuesto para albergar a los automovilistas”. No sabía que también para dormir servía aquella “recóndita armonía”, digna de Puccini. ¿Habrá muchos hombres que no hayan, aunque sea por gula, curiosidad, visitado algún motel? Recién filmamos dentro de un aposento lascivo de nombre floridano. Resultó surrealista: detalles insólitos, telones que se cierran antes que inicien la función, luces psicodélicas, matices eróticos, peinilla negra ofrecida al eventual visitante, ceniceros de metal burdo pegados al velador con el fin de contrarrestar posibles hurtos, mirillas para conversaciones de enclaustrados, cancelación del peaje amoroso, guardianes con cara de coyotes.

¿Cómo definir aquel albergue de amor, puerto de ternura, hervidero de pasión, cuadrilátero donde se lucha a brazos partidos, amarradero para pasajeros clandestinos, aeropuerto de donde despegan sueños a raudales, muertes súbitas ocurridas a hombres públicos infartados en plena faena, irrupción de detectives, llegada de familiares vengativos? Clemenceau murió sin las botas puestas, también un ilustre político local.

No soy moralista. Contemplo con ojos divertidos aquellas citas ingenuas en las que parejas anónimas buscan evadirse de la rutina. Más me molestan la contaminación del ambiente, poda de los árboles, desaparición del ozono, desprecio a los jubilados. Tampoco creo en los pecados de la carne tales como los pintan las religiones, pues no obedecen a una lógica escala de valores.

Filmamos otro documental relacionado con el sexo. Entrevisté a niños de 12 años, aficionados todavía al ‘indorfútbol’, felices de comer un flan de coco, tomar un refresco, llevarse un peluche. Los vi como si fueran nietos míos, pero vestían de niñas, tenían nombres femeninos, lucían pelucas. Contaron que su clientela solía ser rica, dueña de automóviles lujosos, y que les dejaba entre treinta y cuarenta dólares. El pecado de verdad se halla aquí, en este atentado a la inocencia, sexualidad despiadada, explotación de adolescentes maltratados, hijos de padres separados, huéspedes de hogares infernales donde mora la violencia. No soy homofóbico, más me escandaliza la violencia, me horrorizan los atropellos, me duele que tantas criaturas no tengan infancia. No juzgo al homosexual, desprecio al pederasta. Dijo Albert Camus: “En cada niño maltratado lloramos a Mozart asesinado”. Recuerdo haber hallado en Galápagos párvulos de cinco meses salvajemente abusados, entrevistado a madres crucificadas entre llantos y recuerdos. “Pobres de aquellos que escandalicen a mis pequeños. Más valdría para ellos que les pongan en el cuello una rueda de molino y los echen al mar”, dijo Jesús. Aclaró que las rameras entrarían al cielo antes que los soberbios. (Mateo 21-31).

¿Qué es un motel? Tal vez banco de secretos, guarida de quimeras, sexódromo, refugio donde duermen romances inconfesables pero sin maldad. Más allá de aquel nido de efusiones, efervescencia de instintos, paroxismo de erotomanía, se hallan los verdaderos pecados basados en egoísmo, indiferencia, explotación, violación de la libertad, crímenes impunes cometidos por hombres socialmente poderosos. El amor es siempre candoroso mientras no lesiona a nadie. Lo demás es para fariseos aficionados al chisme, matronas con represión, santurrones que se quieren intachables.