Luego de largos días de dubitaciones, estaba considerando la posibilidad de dejar de fumar. Bueno, para ser franco, recién había entrado en el prediseño de la estrategia de prefactibilidad para disminuir la dosis. ¡Uf!

En esas me encontraba hasta que la realidad, milagrosamente, vino en mi ayuda y eliminó de un plumazo mi mala conciencia de fumador: es muy factible que, en los próximos días, con cada cigarrillo que encienda esté contribuyendo a pagar el aumento de la pensión de los jubilados.

Entonces me sentiré una suerte de Madre Teresa de Calcuta que, aun a costa de su propia vida, ayuda al bienestar de los demás.

Si por alguna razón mi fuerza de voluntad hubiera sido fuerte, hoy no podría vivir en paz: me sentiría una piltrafa que dio la espalda a los viejitos, tan necesitados de todo mi humo para su subsistencia.

Seré feliz porque con cada colilla que aplastaré en el cenicero podré imaginar la cara de felicidad de un jubilado al recibir su nueva pensión, lo cual inmediatamente me impulsará a sacar de la cajetilla un nuevo tabaco y consumírmelo hasta el filtro.

Mi orgullo de fumador, tan alicaído, se ha visto, de pronto, robustecido: en adelante no soportaré que ningún fanático (de esos que se hacen llamar fumadores pasivos) venga con restricciones y me margine como a un apestado. ¡No! Los fumadores –¡ahí estará nuestra gloria!– pasaremos a ser los pilares de una causa noble que velará por la dignidad de los ancianos.

Tan noble, que el Estado debería iniciar una campaña en las escuelas para que los niños se imbuyan de altruismo y aprendan que el cigarrillo es beneficioso para la salud. Probablemente no para su salud, pero sí para la de sus abuelitos que, sin los fumadores, no tendrían quién diablos vea por ellos.

También las autoridades de Salud deberían dejarse de pudibundeces y emprender campañas a favor del cigarrillo. Con ellas, el fisco obtendrá no solo el dinero para los jubilados sino hasta para pagar la deuda externa, que es lo único que le preocupa al Ministro de Finanzas.

Paralelamente, los fumadores deberíamos unirnos para premiar mensualmente (tal vez con un doctorado fumoris causa o con la condecoración “Enfisema”, en el Grado de Ahogo) a aquel del gremio que más haya aportado para los jubilados. Y condenar a la hoguera a aquel que, en acto desleal, claudique y, con insensibilidad manifiesta, abandone su vicio intempestivamente.

Comprobar que los fumadores, tan cruelmente estigmatizados, perseguidos, vapuleados, vamos a ser el amparo de los jubilados me reconcilia con la vida y, sobre todo, redobla mi convicción de que mis toses, mis jadeos y mis asfixias serán una ofrenda en beneficio de los más necesitados.